30 de septiembre de 2013

JAPÓN: LA SONRISA DEL SOL NACIENTE. Parte III: Tokio.


     Tokyo es a Japón lo que Nueva York es a Estados Unidos. Pocos elementos tienen en común las dos ciudades con el resto del territorio donde están ubicadas. En Tokyo la amabilidad sigue siendo una constante. La limpieza, a pesar de lo complejo de conservar una urbe de 11 millones de habitantes mínimamente presentable, se mantiene en un nivel notable. Si la piedra, la madera y el agua son los ingredientes del Japón tradicional, el asfalto, el cemento, la imagen y el sonido dominan la capital del país.

       Pasear por una buena parte de Tokyo supone ser engullido por un enjambre de pantallas de vídeo gigantes, que escupen ruido a un volumen brutal y escenas a un ritmo frenético. Del interior de algunos locales salen voces que parecen de gentes poseídas por el demonio. O de ratas apaleadas dentro de algún saco. El primer contacto con uno de los muchos cruces de calles donde el gentío, una iluminación exagerada y millones de mensajes publicitarios se agolpan de una sola vez en tus neuronas, es sobrecogedor. La ciudad te devora y te hace sentir como una tonelada de nada.
      La gente luce por las calles las galas más singulares en el más completo anonimato. No hay contacto visual con casi nadie, aunque como en el resto de Japón, nadie duda en ayudarte si se lo solicitas. Un lugar interesante para observar al personal es el metro. Sin multitudes que abarroten el vagón y con discreción, una mirada al frente, otra izquierda y otra a derecha, siempre muestra dos filas de cuellos agachados mirando una pantalla y dedos tecleando. Algunos también duermen. Solo nosotros curioseamos.

      Salimos el jueves por la mañana de Takayama. El tren nos lleva hasta Nagoya y tras una breve parada y un cambio de vía llegamos a la capital más de cuatro horas después.
      El hotel es el Villa Fontaine de Hatchobori. Cerca de la estación, de Ginza y del mercado Tsukiji.
      Ginza, a dos paradas de metro, es la quinta avenida de Nueva York con los ojos rasgados. Las mejores marcas, o las más caras, de cualquier producto tienen aquí su espacio. Pasear arriba y abajo de Chuo-dori es descubrir que el precio de los objetos no depende tanto de lo que vale, sino de que haya gente dispuesto a pagar por ello.
      Shibuya tiene un cruce de peatones que casi todo el mundo ha visto en fotos o imágenes. Verlo en directo, como
la mayoría de los buenos espectáculos, no tiene precio. Es difícil encontrar otro lugar del mundo donde tanta gente pase a tu lado y nadie te mire a la cara. Ridley Scott se quedó a muchos pasos de distancia con Blade Runner. Cualquier edifico está saturado de carteles, de pantallas de vídeo, de anuncios, de publicidad.
Allí se vende todo y a buen precio. Cuando miras hacia arriba, la altura desde el asfalto hacia el cielo produce vértigo. Los negocios no solo están a ras de suelo como en Europa, como en casi todo el mundo. Allí tienes un comercio en cada planta. Tomas un ascensor del tamaño de un vaso de agua, pulsas cualquier botón y en cada nivel se abre ante ti un mundo diferente.
      Para compensar la cuota de neón, la estación de metro de Shibuya guarda una historia de lealtad y relación sincera entre un perro y un hombre. En los años 20, Hachiko, un akita-uno, acompañaba a su dueño todos días a la estación donde tomaba el tren que lo llevaba al trabajo. El amigo siempre aguardaba su regreso. Un día el hombre murió durante su jornada laboral y no volvió, pero Hachiko lo siguió esperando hasta su muerte. Una pequeña estatua recuerda un enorme gesto.

      Un buen lugar para almorzar al día siguiente de llegar a Tokyo es el mercado de pescados de Tsukiji. Calles estrechas, viejos restaurantes y docenas de puestos de madera. Dueños cordiales y golosinas de mar. Hay buenos precios y es difícil elegir, y cualquier reclamo, oferta o propaganda sirve para atraer a los muchos visitantes que se acercan al lugar. Olores y colores se pegan al cuerpo y siguen alimentando a los forasteros durante todo el día.

      En el distrito de Shimo-Kitazawa todo hipster tiene su oportunidad. Vive gente joven que sigue sus propias modas y sus propias reglas. La mayoría provienen de familias acomodadas y combinan modas pasadas y nuevas reglas con un resultado poco original. Todos escuchan música independiente, ven cine independiente, leen autores independientes y suelen vivir dependiendo de algún subsidio del gobierno o de sus padres. En Shimokita hay cafés con terrazas de estilo europeo, buenas tiendas de ropa segunda mano y también de vinilos. Los restaurantes suelen estar muy animados y toda la zona está recogida entre un manojo de calles estrechas y acogedoras. Es un buen lugar para pasear y, si tu destino o tu voluntad te dice que tienes que pasar una temporada en Tokyo, una buena elección para vivir.

      El metro te lleva pronto y fácil a cualquier lugar de Tokyo. Se aprovecha cada minuto de la jornada y, cuando cambias un par de veces de escenario, parece que haya pasado un día en lugar de unas pocas horas. La calle Omote-Sando une el Templo Meiji y Aoyama por medio de galerías comerciales, tiendas de lujo y una hilera de árboles en cada acera. Omotesando Hills, de Tamao Ando, es una galería con una pantalla gigante por fachada.
     
Shinjuku tiene dos zonas muy diferenciadas. Al oeste están las oficinas del Gobierno Metropolitano, al este, la vida nocturna de restaurantes, neones y bares de baja estofa. Todo lo baja que puede ser en Japón, que es muy poco. La zona es parecida a Shibuya, con mucho burger, rascacielos y bares en cada planta.

     
 El sábado por la mañana hay mercadillos callejeros en varias zonas de la ciudad. En la estación de Hamamatsu-cho se toma el monorail de Tokyo, dos paradas después, en Oikeibajo, se sale a la izquierda y en tres minutos se llega a un parking semicubierto con más de 500 puestos de todo tipo. Coches con los maleteros abiertos (al estilo de los “car boot sales” británicos), mantas tendidas en el suelo o juegos de mesas, ofrecen pertenencias de los propios vendedores. Objetos que nunca se encuentran en galerías comerciales de ninguna parte del mundo están a la venta por poco dinero. Por muy poco dinero. Menos de dos euros pagamos por un vinilo de los Cherry Boys, un grupo japonés de rock'n'roll. Una joya de los sesenta.
      El monorail, de regreso al centro de Tokyo, pasa a escasos metros de las viviendas de la zona. Un efecto visual hace que, por varias veces, parezca que el tren se vaya a estrellar contra algún edificio o que algún vecino te vaya a dar la mano.
     
 El templo Senso-ji acumula demasiada gente, demasiados turistas. Está en el distrito de Asakusa, la parte más tradicional de Tokyo, ahora vulnerada por los souvenirs y los grupos guiados. Hay una zona de restaurantes baratos con terraza donde puedes tomar una cerveza viendo el discurrir del personal. En un país asiático, donde nadie entra en contacto contigo a través de los ojos, es un lujo. Observar sin ser observado. Un cerdo de pequeño tamaño tiraba de la correa de su dueño como cualquier mascota.
      Harajuku es la zona de las “lolitas góticas” o “cosplay”. Se reúnen en Jingu-Basi, una esquina del parque Yoyogi. Llegamos por la noche y hay animación por un concierto de varias bandas al otro lado del puente. Hay puestos de comida, de bebida y corros de chicos y chicas dejando pasar el tiempo. El día y la noche se juntan y el tiempo se dilata. No damos más de sí.

      El domingo por la mañana buscamos más restos urbanos en el rastro de Kinshicho. El mercadillo no es muy interesante, pero en la zona que rodea la estación de metro hay un festival de jazz que ocupa un parque con dos escenarios y varios más a lo largo de la avenida principal.
Los japoneses son buenos imitadores e interpretando jazz no se quedan a la zaga. Un grupo toca temas de The Blues Brothers, una pareja de niños da sus primeros pasos en público y una banda de música adapta temas clásicos. En la avenida los altavoces de una galería comercial extienden las notas por todo el distrito. Es domingo, la Sky Tree Tower se eleva al final de una bocacalle, el calor húmedo no deja respirar y los tokiotas viven la vida fuera de sus pequeños apartamentos.
Un buen flea market dominical es como una ducha por la mañana. Si te acostumbras, no puedes vivir sin él. Buscamos nuestra última oportunidad en el santuario Yasukuni, cinco minutos a la derecha de la estación Kundanshita. Es un mercadillo de antigüedades de cierto nivel y a buenos precios. Está justo antes de la entrada al templo y algún turista se acerca a husmear. Entre cajas de cartón y papeles encontramos dos álbumes de fotos con imágenes antiguas. La contundencia de las fotografías obliga a una mirada rápida que se clava en la memoria: pelotones de fusilamiento, cuerpos desplomados cubiertos de plomo amontonados como basura, cuerpos decapitados, soldados sin vida y un olor diferente a muerte en cada revelado. El dueño no habla inglés.
Deducimos que pueden ser instantáneas originales tomadas en la segunda guerra chino-japonesa. Tanto los ejecutores como los ejecutados tienen rasgos orientales. Una serpiente de frío recorre nuestra médula espinal. Apartamos con violencia la vista de una crueldad lejana pero no por ello menos inquietante. Treinta y cinco mil yenes es el precio por un recuerdo diferente.

Akihabara es la zona de la electrónica. Hay galerías con cientos, miles, de novedades tecnológicas. Decenas de empleados atienden en cada planta, en cada departamento. Videojuegos, almacenes de memoria, diminutas pantallas, móviles e infinidad de aparatos que los no aficionados a esta moda verán por primera vez. Tras la segunda guerra mundial Akihabara, se convirtió en un mercado negro de aparatos eléctricos, ahora es el escaparate de los últimos inventos.
Una calle bajo una autopista lleva hasta una gran avenida cortada al tráfico los domingos. Grandes edificios tienen por fachada vallas publicitarias de videojuegos, de cómic manga, de películas de animación.
Una buena parte de los bajos están ocupados por locales de pachinko. En las calles paralelas a la avenida, más estrechas y pobladas de visitantes, viven docenas de cafés de sirvientas. A las puertas, adolescentes disfrazadas de diferentes temáticas, reparten hojas de reclamo para acudir a los cafés. Dentro, según dicen las hojas, las chicas te hablan con dulzura, te dicen cosas agradables y hay actuaciones musicales y concursos. Todo es demasiado extravagante para la cultura occidental y demasiado normal para los jóvenes, ellos y ellas, de Tokio.
Es la cultura Otaku, que anima a disfrazarse como los héroes manga.
Como remate a la excentricidad, un tipo pasea por la calle portando al hombro una pareja de suricatas.

Japón es un país de tradiciones orientales muy occidentalizado. También se podría definir justo al revés. Las ciudades, las calles, los templos, forman parte de un viaje que enseguida pasa a formar parte de la vida. Una de las mejores páginas en la vida de quien lo visita. Japón se hace querer, es muy fácil de llevar y complicado de abandonar. Una vez que estás allí piensas que es el lugar que todo el mundo busca para vivir. Si lo acaricias te ofrece una piel esponjosa y, siempre, la primera sonrisa del amanecer.
 

    

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