Salimos
del hotel con tiempo suficiente para tomar el próximo tren hacia
Kanazawa, pero el tráfico está perezoso y cuesta alcanzar la
estación del Japan Rail. El taxista va tranquilo, sus manos están
protegidas por unos finos guantes blancos, los asientos del vehículo,
parte del salpicadero, de las puertas, también están revestidos por
inmaculadas telas blancas. Los japoneses no conducen como los
romanos. Son tranquilos, respetan las normas, no usan el claxon y
forman hileras para hacer giros que en los países latinos
destrozarían los nervios del conductor más flemático.
Los trenes en
Japón funcionan con una puntualidad que a veces preocupa. El andén
marca el espacio a cada viajero para que acceda a su lugar reservado.
Los que no lo tienen, suelen ocupar los dos últimos vagones. Los
vagones estacionan exactamente en el punto preciso donde los
pasajeros forman la fila de espera. Filas que todos respetan.
Kanazawa es
una ciudad costera del oeste de Japón. Llegamos al medio día y nos
alojamos en el Resol Trinity. Cerca de casi todo.


El distrito de
las geishas, el Higashi Chaya-Gai son media docena de calles que
tienen todos los ingredientes para formar el lugar donde nunca ocurre
nada fuera de lo normal. Kanazawa es una ciudad tranquila, con pocos
turistas y gente convencional. Los comerciantes son amables y la
gente sonríe desde el portal de las casas. Se podría pensar que en
el fondo existe una furia contenida a punto de estallar en tus manos,
pero cuando un vecino sale a regar las plantas de su portal, las
mira, las toca y las cuida como si fueran parte de su ser, o un gato
rollizo se despereza ajeno a todo en mitad de la calle, piensas que
realmente te encuentras en el país de la inocencia.

Enfrente, el
distrito de Kazue Machiya gai, es un barrio de
calles tranquilas donde vive gente común que lleva una vida
demasiado común. Ya ha oscurecido y nuestros pasos resuenan en un
silencio que muestra caras a través de las ventanas. Nadie pisa las
calles. Una anciana, sentada en silla de ruedas al pie de la escalera
de un puente que cruza el Asanogawa, nos pide ayuda. Con gestos, sin
palabras, creemos entender que necesita cruzar el río. Cuando
estamos arriba del puente, nos indica un sitio donde dejar la silla y
allí, se sienta frente a la corriente de agua y de aire fresco y nos
ofrece, a nosotros y a la noche, una sonrisa de tener todo lo que
necesita.
Si hubiera que
catalogar a la humanidad en solo dos partes yo pondría a un lado a
los que escuchan música en formato de vinilo y en el otro a los que
no. En Japón no solo hay buenas tiendas de lo que aquí llaman
“records” sino que el material está en perfecto estado. De
vuelta al hotel, cuando el reloj se acercaba a la medianoche, nos
hicimos con un buen paquete a precio de ganga en una tienda con
demasiados parecidos a la que regentaba Rob Fleming en High Fidelity
de Nick Hornby.
Si hay algo
que no me gusta de Japón son sus coches. Al día siguiente, en un
concesionario Toyota, alquilamos un Allion con señora dando órdenes
en inglés a través de una pantalla, diciendo qué camino debíamos
tomar para llegar a nuestro destino. Todo incluido en el precio. No
le haremos mucho caso.
Manejar un
automático que no conoces y circular por la izquierda requiere unos
momentos de adaptación. Mientras salgo, miro la cara del empleado de
la compañía a través del retrovisor. No la olvidaré jamás.
Salimos fácil de Kanazawa y tomamos una autovía panorámica y de
peaje que bordea la costa oeste de Japón. La velocidad está
limitada en la mayoría de tramos a 80 km/h y los conductores lo
respetan. Eso permite admirar un paisaje salpicado de algún bañista
en las playas, casetas de madera construidas en la arena y verde.
Mucho verde. La idea es dejar la autovía cuando se aleje de la costa
y continuar por la ruta 249, una carretera secundaria que atraviesa
pequeños pueblos de pescadores y llega hasta nuestro destino:
Wajima, la población más importante de la península de Noto.
Algo que nos
viene sorprendiendo de Japón es la cantidad de trabajadores que hay
en cualquier negociado. En las obras y salidas de garage hay
permanentemente varios tipos que regulan el tráfico de los peatones
que pasean por la acera. En los centros comerciales, casi hay tantos
empleados como clientes. Y clientes hay muchos. Días más tarde, en
Tokyo, en una oficina de correos, no tendremos que esperar ni un
segundo a ser atendidos. En cuanto entramos, una empleada con muchas
dosis de amabilidad, se levanta y nos da la bienvenida. En el mes de
julio, los datos de paro en Japón estaban en el 3,8%. Solidaridad y
atención al cliente van cogidos de la mano.
Paramos en un
área de servicio. Varios empleados uniformados como agentes de
tráfico nos indican donde estacionar. En el parking hay un mapa de
la zona y un You are here, en carácteres Kanji. Preguntamos a
un chico aislado de sus amigos. Risas de vergüenza, compañeros que
renuncian, compañeros que vuelven. Al final, conseguimos entender el
nombre de la siguiente salida, miramos en el mapa y es una buena
opción para enlazar con la 249.
Cuando dejamos
la autovía vagamos durante casi media hora por caminos que unen
grupos de casas que forman pequeños pueblos. Señales de tráfico en
kanji nos hacen dudar y nos dan la oportunidad de ver lugares que no
visitan los circuitos, de ver gentes que no salen en las guías. Poco
después, una señal ya en romanji, nos dirige hacia Togi, pequeña
ciudad que envuelve una bahía en forma de media luna y da comienzo a
la costa de Noto-kongo.





Los
dos distritos son zonas montañosas, de carreteras muy estrechas, de
pueblos Gasso y, ahora, de mucho turismo aunque soportable. Siempre
oriental.
La
ruta que se adentra en Gokayama desde el norte serpentea por
precipicios primero y luego por remansos de ríos. Tiene un puente
como el de San Francisco escondido entre bosques y montañas y está
salpicada de casas con techos de paja que forman los pueblos Gasso.
Su mayor atracción, además del paisaje. En menos de tres horas de
viaje hemos pasado del nivel del mar a casi dos mil metros de
altitud, con escenarios tan diferentes como la luna y el sol que casi
siempre está escondido tras pesadas nubes.

En
Takayama dejamos el coche. El Toyota rent-a-car, está pared con
pared con nuestro hotel. Cuando salimos a la calle, mapa en mano, mi
GPS no funciona como es debido y tomamos la calle correcta en
dirección contraria del centro de la ciudad. Cuando entramos en un
conglomerado de calles con muchos carriles, áreas de supermercados y
gasolineras sabemos que no vamos por buen camino. Entramos en un bar
y tomamos una cerveza. Estamos en un barrio de clase media-baja.
Aunque aquí, en Japón, la clase baja es prácticamente inexistente.
Un error, una oportunidad. En el bar hay dos tipos que charlan y
beben cerveza. La camarera nos saca una foto, somos una especie en
extinción. La hija de la camarera está enganchada a un programa de
televisión, es un reportaje sobre el Ecce Homo de Borja. Se sabe la
historia de memoria. Intercambiamos algunas palabras mezcladas con
signos, tomamos unas tapas de judías verdes preparadas a modo de
cacahuetes, pasamos un buen rato.
Tomamos
la dirección correcta al centro de Takayama. Solo tenemos unas horas
para ver la ciudad. Como siempre, hemos dado más importancia al
camino que al destino. Un puente rojo cruza el Miyogawa, cristalino y
bien surtido de carpas. El puente hace de entrada al centro, la parte
más tradicional formada por las calles Ichi, Ni y San-no-Machi. Hay
destilerías de sake, además de buenos restaurantes, tiendas y una
considerable similitud con la parte antigua de Kyoto, aunque mucho
más pequeña. En esta zona hay garages con una altura excepcional
que guardan las carrozas (yatai) que se usan en el desfile de la
Takayama Matsuri. Muchas de ellas se pueden ver en el museo Yatai
Kaikan. La calle principal de la ciudad, la Kokubun-Ji-dori tiene la
misma función y perfil que la Shinjo-dori de Kyoto. La sensación de
que a Takayama la llegada de turistas occidentales le estaba restando
encanto tradicional iba ganando enteros conforme pisábamos sus
calles. La orientación de los negocios, sobre todo de restauración,
están más abiertos a la calle, sin cuidar la intimidad, aunque sin
perder ni un ápice de cortesía. La señal más convincente la
tuvimos en la recepción del hotel. El mismo tipo que nos atendió al
llegar por la tarde, por la noche nos proporcionó el hielo que
enfrió la sidra de Wajima y, a la mañana siguiente, nos sirvió
algas, salmón, arroz y sopa de un desayuno japonés. El rictus de su
rostro, sin ser tenso, no lucía demasiado relajado.
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