3 de diciembre de 2013

ESTÚPIDOS Y FELICES EN LA FERIA DEL LIBRO DE MONZÓN 2013

El sábado 7 de diciembre presentaremos en la Feria del libro de Monzón Estúpidos y Felices.

Comenzará la mañana el equipo de Malavida con Los mediamierdas 2. ¡Seamos optimistas!

Tras los delirantes comiqueros, a eso de las 12:00 de la mañana, llegará el turno de STI Ediciones con mi novela Estúpidos y Felices. Como de costumbre, habrá matequila para el respetable y continuaremos  en el stand de la editorial hasta el cierre de la Feria.

La Feria de Monzón es una de las más importantes de Aragón y mucho público sube desde todos los puntos de la Comunidad hasta el prepirineo para conocer a los autores. El mismo sábado presentan sus últimos trabajos nombres como Javier Barreiro, Roberto Malo, Oscar Sipán o Michel Suñén.  

29 de noviembre de 2013

ESTÚPIDOS Y FELICES EN LA SEMANA NEGRA DE BARCELONA

La biblioteca La Bóbila de Hospitalet de Llobregat inaugurará su colaboración en la Semana Negra de Barcelona con la presentación de Estúpidos y Felices.

Será el viernes 31 de Enero a las 19:00 y estaré acompañado por Susana Hernández.



La Bóbila está especializada en género negro y organiza, junto con el ayuntamiento de Hospitalet, el acreditado concurso L' H Confidencial. Los premiados son editados por Roca editorial.

Susana Hernández es un valor en alza en la novela negra española. Autora de La Casa Roja, La Puta que leía a Jack Kerouac, Curvas Peligrosas y Contra las Cuerdas, la escritora catalana es la creadora de Santana y Vázquez, las dos subinspectoras protagonistas de sus dos últimas novelas.








7 de octubre de 2013

CUENTOS ENREDADOS DE MARIA JOSÉ PARDO (PUM)

     Maria José Pardo, Pum, es una zaragozana y ferviente lectora  que dirige la sección Jitanjáfora, dentro del programa literario de La Enredadera de Radio Topo (domingos de 21:00 a 23:00). Allí, además de invitar a la lectura de otros libros, durante varios años ha leído sus propias obras que nunca se perdían entre las ondas hertzianas.
 
     Este verano ha editado treinta cuentos enredados pero no entrelazados. Son treinta historias diferentes pero con la autenticidad como punto en común, personajes equidistantes como el día y la noche, pero unidos por la inagotable fantasía de su creadora.
 
     Construir una historia tiene su mérito. Si además la historia, en este caso las historias, tienen un componente de entelequia, de realidad fantástica, el mérito es doble.

     Pum nos sumerge en un realismo mágico próximo a autores suramericanos tipo Rulfo o García Márquez y muy alejado de los cuentos que estamos acostumbrados ya no solo a escribir, sino incluso a leer por estos lares.

     En La obra maestra el egocentrismo de su personaje da tanta pena que hace reir.
     En Una habitación cualquiera el protagonista desea revivir una imagen sensual de los setenta. Busca desesperadamente alojarse en la misma habitación de un hotel donde durmió Raquel Welch.
     Una resaca de ginebra está meticulosamente descrita en A través de la ventana. Qué ingratos son los vecinos con los trasnochadores.
     También hay historias de hadas, de brujas, de rayos que persiguen niños.
     Los treinta cuentos son tan reales como el lector quiere que sean. O ingenuos, si no se mira a través de un transfondo brumoso que esconde, poco más allá, un buen repertorio de estrellas. La imaginación de la autora obliga al lector a sumergirse en un mundo desconocido y real, a vivir, en definitiva, otra vida poco común a través de personajes que viven en nuestra misma escalera. En nuestra propia casa.

A Pum la verás en cualquier Feria del Libro de Aragón junto a los Mala Vida. Pero si quieres sumergirte en su mundo leyendo sus cuentos, pídelos aquí:

http://loscuentosdeapolonia.blogspot.com.es/2010/11/jitanjafora.html

 
 

 

30 de septiembre de 2013

JAPÓN: LA SONRISA DEL SOL NACIENTE. Parte III: Tokio.


     Tokyo es a Japón lo que Nueva York es a Estados Unidos. Pocos elementos tienen en común las dos ciudades con el resto del territorio donde están ubicadas. En Tokyo la amabilidad sigue siendo una constante. La limpieza, a pesar de lo complejo de conservar una urbe de 11 millones de habitantes mínimamente presentable, se mantiene en un nivel notable. Si la piedra, la madera y el agua son los ingredientes del Japón tradicional, el asfalto, el cemento, la imagen y el sonido dominan la capital del país.

       Pasear por una buena parte de Tokyo supone ser engullido por un enjambre de pantallas de vídeo gigantes, que escupen ruido a un volumen brutal y escenas a un ritmo frenético. Del interior de algunos locales salen voces que parecen de gentes poseídas por el demonio. O de ratas apaleadas dentro de algún saco. El primer contacto con uno de los muchos cruces de calles donde el gentío, una iluminación exagerada y millones de mensajes publicitarios se agolpan de una sola vez en tus neuronas, es sobrecogedor. La ciudad te devora y te hace sentir como una tonelada de nada.
      La gente luce por las calles las galas más singulares en el más completo anonimato. No hay contacto visual con casi nadie, aunque como en el resto de Japón, nadie duda en ayudarte si se lo solicitas. Un lugar interesante para observar al personal es el metro. Sin multitudes que abarroten el vagón y con discreción, una mirada al frente, otra izquierda y otra a derecha, siempre muestra dos filas de cuellos agachados mirando una pantalla y dedos tecleando. Algunos también duermen. Solo nosotros curioseamos.

      Salimos el jueves por la mañana de Takayama. El tren nos lleva hasta Nagoya y tras una breve parada y un cambio de vía llegamos a la capital más de cuatro horas después.
      El hotel es el Villa Fontaine de Hatchobori. Cerca de la estación, de Ginza y del mercado Tsukiji.
      Ginza, a dos paradas de metro, es la quinta avenida de Nueva York con los ojos rasgados. Las mejores marcas, o las más caras, de cualquier producto tienen aquí su espacio. Pasear arriba y abajo de Chuo-dori es descubrir que el precio de los objetos no depende tanto de lo que vale, sino de que haya gente dispuesto a pagar por ello.
      Shibuya tiene un cruce de peatones que casi todo el mundo ha visto en fotos o imágenes. Verlo en directo, como
la mayoría de los buenos espectáculos, no tiene precio. Es difícil encontrar otro lugar del mundo donde tanta gente pase a tu lado y nadie te mire a la cara. Ridley Scott se quedó a muchos pasos de distancia con Blade Runner. Cualquier edifico está saturado de carteles, de pantallas de vídeo, de anuncios, de publicidad.
Allí se vende todo y a buen precio. Cuando miras hacia arriba, la altura desde el asfalto hacia el cielo produce vértigo. Los negocios no solo están a ras de suelo como en Europa, como en casi todo el mundo. Allí tienes un comercio en cada planta. Tomas un ascensor del tamaño de un vaso de agua, pulsas cualquier botón y en cada nivel se abre ante ti un mundo diferente.
      Para compensar la cuota de neón, la estación de metro de Shibuya guarda una historia de lealtad y relación sincera entre un perro y un hombre. En los años 20, Hachiko, un akita-uno, acompañaba a su dueño todos días a la estación donde tomaba el tren que lo llevaba al trabajo. El amigo siempre aguardaba su regreso. Un día el hombre murió durante su jornada laboral y no volvió, pero Hachiko lo siguió esperando hasta su muerte. Una pequeña estatua recuerda un enorme gesto.

      Un buen lugar para almorzar al día siguiente de llegar a Tokyo es el mercado de pescados de Tsukiji. Calles estrechas, viejos restaurantes y docenas de puestos de madera. Dueños cordiales y golosinas de mar. Hay buenos precios y es difícil elegir, y cualquier reclamo, oferta o propaganda sirve para atraer a los muchos visitantes que se acercan al lugar. Olores y colores se pegan al cuerpo y siguen alimentando a los forasteros durante todo el día.

      En el distrito de Shimo-Kitazawa todo hipster tiene su oportunidad. Vive gente joven que sigue sus propias modas y sus propias reglas. La mayoría provienen de familias acomodadas y combinan modas pasadas y nuevas reglas con un resultado poco original. Todos escuchan música independiente, ven cine independiente, leen autores independientes y suelen vivir dependiendo de algún subsidio del gobierno o de sus padres. En Shimokita hay cafés con terrazas de estilo europeo, buenas tiendas de ropa segunda mano y también de vinilos. Los restaurantes suelen estar muy animados y toda la zona está recogida entre un manojo de calles estrechas y acogedoras. Es un buen lugar para pasear y, si tu destino o tu voluntad te dice que tienes que pasar una temporada en Tokyo, una buena elección para vivir.

      El metro te lleva pronto y fácil a cualquier lugar de Tokyo. Se aprovecha cada minuto de la jornada y, cuando cambias un par de veces de escenario, parece que haya pasado un día en lugar de unas pocas horas. La calle Omote-Sando une el Templo Meiji y Aoyama por medio de galerías comerciales, tiendas de lujo y una hilera de árboles en cada acera. Omotesando Hills, de Tamao Ando, es una galería con una pantalla gigante por fachada.
     
Shinjuku tiene dos zonas muy diferenciadas. Al oeste están las oficinas del Gobierno Metropolitano, al este, la vida nocturna de restaurantes, neones y bares de baja estofa. Todo lo baja que puede ser en Japón, que es muy poco. La zona es parecida a Shibuya, con mucho burger, rascacielos y bares en cada planta.

     
 El sábado por la mañana hay mercadillos callejeros en varias zonas de la ciudad. En la estación de Hamamatsu-cho se toma el monorail de Tokyo, dos paradas después, en Oikeibajo, se sale a la izquierda y en tres minutos se llega a un parking semicubierto con más de 500 puestos de todo tipo. Coches con los maleteros abiertos (al estilo de los “car boot sales” británicos), mantas tendidas en el suelo o juegos de mesas, ofrecen pertenencias de los propios vendedores. Objetos que nunca se encuentran en galerías comerciales de ninguna parte del mundo están a la venta por poco dinero. Por muy poco dinero. Menos de dos euros pagamos por un vinilo de los Cherry Boys, un grupo japonés de rock'n'roll. Una joya de los sesenta.
      El monorail, de regreso al centro de Tokyo, pasa a escasos metros de las viviendas de la zona. Un efecto visual hace que, por varias veces, parezca que el tren se vaya a estrellar contra algún edificio o que algún vecino te vaya a dar la mano.
     
 El templo Senso-ji acumula demasiada gente, demasiados turistas. Está en el distrito de Asakusa, la parte más tradicional de Tokyo, ahora vulnerada por los souvenirs y los grupos guiados. Hay una zona de restaurantes baratos con terraza donde puedes tomar una cerveza viendo el discurrir del personal. En un país asiático, donde nadie entra en contacto contigo a través de los ojos, es un lujo. Observar sin ser observado. Un cerdo de pequeño tamaño tiraba de la correa de su dueño como cualquier mascota.
      Harajuku es la zona de las “lolitas góticas” o “cosplay”. Se reúnen en Jingu-Basi, una esquina del parque Yoyogi. Llegamos por la noche y hay animación por un concierto de varias bandas al otro lado del puente. Hay puestos de comida, de bebida y corros de chicos y chicas dejando pasar el tiempo. El día y la noche se juntan y el tiempo se dilata. No damos más de sí.

      El domingo por la mañana buscamos más restos urbanos en el rastro de Kinshicho. El mercadillo no es muy interesante, pero en la zona que rodea la estación de metro hay un festival de jazz que ocupa un parque con dos escenarios y varios más a lo largo de la avenida principal.
Los japoneses son buenos imitadores e interpretando jazz no se quedan a la zaga. Un grupo toca temas de The Blues Brothers, una pareja de niños da sus primeros pasos en público y una banda de música adapta temas clásicos. En la avenida los altavoces de una galería comercial extienden las notas por todo el distrito. Es domingo, la Sky Tree Tower se eleva al final de una bocacalle, el calor húmedo no deja respirar y los tokiotas viven la vida fuera de sus pequeños apartamentos.
Un buen flea market dominical es como una ducha por la mañana. Si te acostumbras, no puedes vivir sin él. Buscamos nuestra última oportunidad en el santuario Yasukuni, cinco minutos a la derecha de la estación Kundanshita. Es un mercadillo de antigüedades de cierto nivel y a buenos precios. Está justo antes de la entrada al templo y algún turista se acerca a husmear. Entre cajas de cartón y papeles encontramos dos álbumes de fotos con imágenes antiguas. La contundencia de las fotografías obliga a una mirada rápida que se clava en la memoria: pelotones de fusilamiento, cuerpos desplomados cubiertos de plomo amontonados como basura, cuerpos decapitados, soldados sin vida y un olor diferente a muerte en cada revelado. El dueño no habla inglés.
Deducimos que pueden ser instantáneas originales tomadas en la segunda guerra chino-japonesa. Tanto los ejecutores como los ejecutados tienen rasgos orientales. Una serpiente de frío recorre nuestra médula espinal. Apartamos con violencia la vista de una crueldad lejana pero no por ello menos inquietante. Treinta y cinco mil yenes es el precio por un recuerdo diferente.

Akihabara es la zona de la electrónica. Hay galerías con cientos, miles, de novedades tecnológicas. Decenas de empleados atienden en cada planta, en cada departamento. Videojuegos, almacenes de memoria, diminutas pantallas, móviles e infinidad de aparatos que los no aficionados a esta moda verán por primera vez. Tras la segunda guerra mundial Akihabara, se convirtió en un mercado negro de aparatos eléctricos, ahora es el escaparate de los últimos inventos.
Una calle bajo una autopista lleva hasta una gran avenida cortada al tráfico los domingos. Grandes edificios tienen por fachada vallas publicitarias de videojuegos, de cómic manga, de películas de animación.
Una buena parte de los bajos están ocupados por locales de pachinko. En las calles paralelas a la avenida, más estrechas y pobladas de visitantes, viven docenas de cafés de sirvientas. A las puertas, adolescentes disfrazadas de diferentes temáticas, reparten hojas de reclamo para acudir a los cafés. Dentro, según dicen las hojas, las chicas te hablan con dulzura, te dicen cosas agradables y hay actuaciones musicales y concursos. Todo es demasiado extravagante para la cultura occidental y demasiado normal para los jóvenes, ellos y ellas, de Tokio.
Es la cultura Otaku, que anima a disfrazarse como los héroes manga.
Como remate a la excentricidad, un tipo pasea por la calle portando al hombro una pareja de suricatas.

Japón es un país de tradiciones orientales muy occidentalizado. También se podría definir justo al revés. Las ciudades, las calles, los templos, forman parte de un viaje que enseguida pasa a formar parte de la vida. Una de las mejores páginas en la vida de quien lo visita. Japón se hace querer, es muy fácil de llevar y complicado de abandonar. Una vez que estás allí piensas que es el lugar que todo el mundo busca para vivir. Si lo acaricias te ofrece una piel esponjosa y, siempre, la primera sonrisa del amanecer.
 

    

5 de septiembre de 2013

PRÓXIMOS CONCIERTOS EN ZARAGOZA

Zaragoza, tu ciudad, mi ciudad, sigue al frente de buenas propuestas musicales. 
Tras la Expo, se ha llenado de salas de conciertos y eventos en directo que, a veces, duplican géneros y dividen espectadores, pero mantienen un círculo de ineludibles que acuden fieles a la cita del fin de semana.

Éste sábado, Lobos Negros, grupo puntero del rock'n'roll español vienen a Zaragoza a presentar nuevo disco. Traen una propuesta original y que a un servidor le agrada. Con la entrada, 10 euros, regalan el cd. Será en el Eccos de la calle Sevilla a las 21:30. El grupo Inspectores hará de telonero.

El sábado 14, también en el Eccos, nos visitan desde Australia Sweet Jean. Un aterciopelado alt-country acorralado por banjos y harmónicas. Los telonearán May Blossom.

El viernes 27 de septiembre un grupo que viene pisando fuerte en el ámbito del rock sureño aterriza en La Ley Seca. Son Hogjaw y tienen las mejores cualidades de Lynyrd Skynyrd.

El mismo día, en Arena Rock, Cuti presenta el nuevo vídeo que precede a su álbum "Cambia de lado". Tan convencido estoy que esto va a ser la bala en la recámara del gran músico zaragozano, que ya lo veo en las listas de éxitos. De los buenos éxitos.

Y el domingo 6 de Octubre, también en la Ley Seca, nos vuelve a visitar desde Nashville Stacie Collins, con su armónica, su country, su blues y su r'n'r.

Zaragoza, puritito rock'n'roll.

1 de septiembre de 2013

JAPÓN: LA SONRISA DEL SOL NACIENTE. Parte 2: Kanazawa-Península de Noto-Takayama

     Salimos del hotel con tiempo suficiente para tomar el próximo tren hacia Kanazawa, pero el tráfico está perezoso y cuesta alcanzar la estación del Japan Rail. El taxista va tranquilo, sus manos están protegidas por unos finos guantes blancos, los asientos del vehículo, parte del salpicadero, de las puertas, también están revestidos por inmaculadas telas blancas. Los japoneses no conducen como los romanos. Son tranquilos, respetan las normas, no usan el claxon y forman hileras para hacer giros que en los países latinos destrozarían los nervios del conductor más flemático.

      Los trenes en Japón funcionan con una puntualidad que a veces preocupa. El andén marca el espacio a cada viajero para que acceda a su lugar reservado. Los que no lo tienen, suelen ocupar los dos últimos vagones. Los vagones estacionan exactamente en el punto preciso donde los pasajeros forman la fila de espera. Filas que todos respetan.
Kanazawa es una ciudad costera del oeste de Japón. Llegamos al medio día y nos alojamos en el Resol Trinity. Cerca de casi todo.
 
      El Mercado de pescados de Omicho es un laberinto de callejuelas interiores. Los ejemplares que allí se venden son muy dispares en formas y tamaños a los que se encuentran en cualquier mercado español. El Mar de Japón, el de China o el Océano Pacífico tienen inquilinos muy diferentes al Mediterráneo o al Atlántico. A la entrada del mercado hay un enorme bloque de hielo para lavarse las manos. También para refrescarse. Allí se puede comer. Cualquier puesto tiene una pequeña barra donde te preparan los pescados que venden. Algunos todavía colean. El mercado es un buen lugar para formarse ideas sobre la población de la ciudad, del país. No solo hay personas de mediana edad que cumplen con la función básica de llenar la despensa. Hay gente joven que queda, va, viene y observa las adquisiciones del día. Como si fuera un espectáculo más. Un concierto, una película o un cómic manga. La gente, a veces, es incluso más interesante que el más excepcional de los pescados.
      El tesoro más visitado de Kanazawa son los jardines de Kenroku-Ken. El nombre es algo así como “jardín de seis”. Seis virtudes que posee y le llevan a alcanzar la perfección: aislamiento, amplitud, artificialidad, antigüedad, agua y buena panorámica. Hay rincones y vistas de elementos entreverados que son difíciles de ver en cualquier otro lugar. La piedra de pequeñas construcciones, el verde de los árboles que se mezcla con tonos rojizos, la madera, el agua que refleja todo lo anterior en estanques que devuelven otra realidad, esos ingredientes que tanto se repiten en el Japón tradicional, aquí están combinados, si cabe, con más elegancia.
      El distrito de las geishas, el Higashi Chaya-Gai son media docena de calles que tienen todos los ingredientes para formar el lugar donde nunca ocurre nada fuera de lo normal. Kanazawa es una ciudad tranquila, con pocos turistas y gente convencional. Los comerciantes son amables y la gente sonríe desde el portal de las casas. Se podría pensar que en el fondo existe una furia contenida a punto de estallar en tus manos, pero cuando un vecino sale a regar las plantas de su portal, las mira, las toca y las cuida como si fueran parte de su ser, o un gato rollizo se despereza ajeno a todo en mitad de la calle, piensas que realmente te encuentras en el país de la inocencia.
     En Kanazawa utilizan láminas de oro para casi todo. Para decorar casas, pasteles, boles de madera. También tienen una producción de bollería tan dulce como sus modales.
      Enfrente, el distrito de Kazue Machiya gai, es un barrio de calles tranquilas donde vive gente común que lleva una vida demasiado común. Ya ha oscurecido y nuestros pasos resuenan en un silencio que muestra caras a través de las ventanas. Nadie pisa las calles. Una anciana, sentada en silla de ruedas al pie de la escalera de un puente que cruza el Asanogawa, nos pide ayuda. Con gestos, sin palabras, creemos entender que necesita cruzar el río. Cuando estamos arriba del puente, nos indica un sitio donde dejar la silla y allí, se sienta frente a la corriente de agua y de aire fresco y nos ofrece, a nosotros y a la noche, una sonrisa de tener todo lo que necesita.
      Si hubiera que catalogar a la humanidad en solo dos partes yo pondría a un lado a los que escuchan música en formato de vinilo y en el otro a los que no. En Japón no solo hay buenas tiendas de lo que aquí llaman “records” sino que el material está en perfecto estado. De vuelta al hotel, cuando el reloj se acercaba a la medianoche, nos hicimos con un buen paquete a precio de ganga en una tienda con demasiados parecidos a la que regentaba Rob Fleming en High Fidelity de Nick Hornby.

      Si hay algo que no me gusta de Japón son sus coches. Al día siguiente, en un concesionario Toyota, alquilamos un Allion con señora dando órdenes en inglés a través de una pantalla, diciendo qué camino debíamos tomar para llegar a nuestro destino. Todo incluido en el precio. No le haremos mucho caso.
      Manejar un automático que no conoces y circular por la izquierda requiere unos momentos de adaptación. Mientras salgo, miro la cara del empleado de la compañía a través del retrovisor. No la olvidaré jamás. Salimos fácil de Kanazawa y tomamos una autovía panorámica y de peaje que bordea la costa oeste de Japón. La velocidad está limitada en la mayoría de tramos a 80 km/h y los conductores lo respetan. Eso permite admirar un paisaje salpicado de algún bañista en las playas, casetas de madera construidas en la arena y verde. Mucho verde. La idea es dejar la autovía cuando se aleje de la costa y continuar por la ruta 249, una carretera secundaria que atraviesa pequeños pueblos de pescadores y llega hasta nuestro destino: Wajima, la población más importante de la península de Noto.
      Algo que nos viene sorprendiendo de Japón es la cantidad de trabajadores que hay en cualquier negociado. En las obras y salidas de garage hay permanentemente varios tipos que regulan el tráfico de los peatones que pasean por la acera. En los centros comerciales, casi hay tantos empleados como clientes. Y clientes hay muchos. Días más tarde, en Tokyo, en una oficina de correos, no tendremos que esperar ni un segundo a ser atendidos. En cuanto entramos, una empleada con muchas dosis de amabilidad, se levanta y nos da la bienvenida. En el mes de julio, los datos de paro en Japón estaban en el 3,8%. Solidaridad y atención al cliente van cogidos de la mano.
      Paramos en un área de servicio. Varios empleados uniformados como agentes de tráfico nos indican donde estacionar. En el parking hay un mapa de la zona y un You are here, en carácteres Kanji. Preguntamos a un chico aislado de sus amigos. Risas de vergüenza, compañeros que renuncian, compañeros que vuelven. Al final, conseguimos entender el nombre de la siguiente salida, miramos en el mapa y es una buena opción para enlazar con la 249.
      Cuando dejamos la autovía vagamos durante casi media hora por caminos que unen grupos de casas que forman pequeños pueblos. Señales de tráfico en kanji nos hacen dudar y nos dan la oportunidad de ver lugares que no visitan los circuitos, de ver gentes que no salen en las guías. Poco después, una señal ya en romanji, nos dirige hacia Togi, pequeña ciudad que envuelve una bahía en forma de media luna y da comienzo a la costa de Noto-kongo.
A la salida de Togi abandonamos la 249 y tomamos la 49 que sigue bordeando el litoral. Desde allí hasta Monzen discurren unos veinte kilómetros de acantilados, de casas con tejados de dos vertientes, de jardines con bonsais, deáguilas apoyadas en vallas que separan el Mar de Japón y la vida cotidiana de gente que vive de la pesca. En la ruta hay un sendero bien delimitado enfrente de un pequeño párking. Comienza con la estatua de un enorme búho y continúa mostrando como el mar entra y sale de los escarpados precipicios, puertas rojas de templos en rocas inaccesibles o panorámicas cada vez más sorprendentes.
                                                
Poco después de que la propia ruta 49 nos lleve a retomar la 249 aparece el presumido pueblo de Monzen. No solo el templo budista Soji-ji es interesante, recorrer las calles que salen de la segunda escuela zen más importante de Japón, es conveniente para desentumecer los huesos. Un puente de madera rojo precede a la puerta del templo. Dentro, te sientes como si el tiempo no hubiera corrido, como si allí dentro nunca fuera a ocurrir una fatalidad. No es un sitio que provoque alegría, aunque tampoco piensas que nadie pueda ponerse a llorar. Es un lugar como impasible, en el que desde el primer momento que lo pisas, ya no deseas salir de ningún modo. Aunque si el momento se alarga, puedes perfectamente llegar a desear no haber entrado nunca jamás. Como todos los lugares sagrados o religiosos, donde siempre encuentras devotos dispuestos a morir, o incluso a malvivir por algo que no existe, porque no se ve, siempre es mejor observarlo todo desde una prudencial distancia.
      Si alguien decide moverse por la zona en las fechas que nosotros lo hacemos, es mejor reservar con antelación. Es la fiesta del Obon y la oferta hotelera no es abundante y está completa. En Wajima nos alojamos en un Ryokan, alojamiento tradicional japonés, situado cerca de las confluencias de las carreteras 1 y 249 que ya en el pueblo son calles. Una señora mayor nos recibe. No habla ni una sola palabra de inglés. Dudamos de que hable japonés. Nos lleva a la habitación, corre la puerta con delicadeza, vuelve con dulces y té, vuelve a correr la puerta y se va con mucha discreción, sin levantar la cabeza. Cuando decidimos salir a visitar el pueblo nos enseña un onsen mientras echa sales al agua hirviendo, nos quedamos, nos bañamos, nos preguntamos si quedará algún ritual más. Nos contestamos que no. Cuando salimos a la ciudad son más de las cinco de la tarde, las calles están vacías y pronto los restaurantes llenos. Caminamos por el puerto, por la zona nueva de la ciudad. Vemos lo que parece un bar, apartamos unas cortinas, abrimos una puerta corredera. Dentro, un pequeño local con cuatro obreros sentados en la barra, dos taburetes vacíos frente a dos cazos con palillos cruzados encima. Es signo de sitio reservado, pero nos cuesta entenderlo. Ahora paseamos por la zona vieja, nos esforzamos en asomar nuestras cabezas en establecimientos escondidos entre rejas, puertas y telas. Todos están desbordados. Volvemos al ryokan. Antes de salir estaban preparando buenos platos de marisco. Completo. Un chico nos acompaña hasta un restaurante cercano, hace de carta de recomendación y nos ofrecen dos sitios. Comemos buenos platos de sashimi (similar al sushi, sin arroz) y al salir metemos los pies en un onsen público de aguas termales. El silencio y la noche se han colado en el pueblo y cuidan de la intimidad de los japoneses a la hora de cenar.
      Todas las mañanas, hasta el mediodía, la calle principal de Wajima se convierte en un mercado de pescados al aire libre. El calor aprieta y ahoga, pero hay puestos de los que es imposible apartar la mirada. Pulpos secos expuestos como telarañas, moluscos que no caben en la palma de la mano, crustáceos vivos que se escapan de cajas de corcho. Nos aprovisionamos de unas buenas raciones de golosinas de mar que comeremos en el coche camino de Takayama. También de un par de botellas de sidra de producción local.

      Salimos de la península de Noto por la carretera del interior, más rápida que la del litoral. Llegamos cerca de Kanazawa hasta enlazar con la Hokuriku Expy, la autopista que viaja hacia el este y luego hacia el norte. El tráfico en nuestro sentido es fluido, pero en el contrario los coches forman filas kilométricas. Al llegar a la salida de Tonami dejamos la autopista e inmediatamente tomamos la carretera 156 que lleva hasta Takayama pasando por Gokayama y Shirakawa-go.
Los dos distritos son zonas montañosas, de carreteras muy estrechas, de pueblos Gasso y, ahora, de mucho turismo aunque soportable. Siempre oriental.
    
La ruta que se adentra en Gokayama desde el norte serpentea por precipicios primero y luego por remansos de ríos. Tiene un puente como el de San Francisco escondido entre bosques y montañas y está salpicada de casas con techos de paja que forman los pueblos Gasso. Su mayor atracción, además del paisaje. En menos de tres horas de viaje hemos pasado del nivel del mar a casi dos mil metros de altitud, con escenarios tan diferentes como la luna y el sol que casi siempre está escondido tras pesadas nubes.
En los pueblos Gasso todavía viven algunos campesinos, pero la mayoría son tiendas de souvenir o locales de restauración. Están cuidados con esmero, con esa opulencia discreta que muestra el Japón rural. Cada piedra, cada casa, cada riachuelo, parecen estar puestos en el sitio y momentos precisos. A pesar del sosiego que domina el carácter japonés, hay letreros que llaman al visitante a una estancia tranquila. Visitamos Suganuma y Ainokura, en éste, antes de llegar al poblado, descubrimos un taller de papel washi.
          
En Takayama dejamos el coche. El Toyota rent-a-car, está pared con pared con nuestro hotel. Cuando salimos a la calle, mapa en mano, mi GPS no funciona como es debido y tomamos la calle correcta en dirección contraria del centro de la ciudad. Cuando entramos en un conglomerado de calles con muchos carriles, áreas de supermercados y gasolineras sabemos que no vamos por buen camino. Entramos en un bar y tomamos una cerveza. Estamos en un barrio de clase media-baja. Aunque aquí, en Japón, la clase baja es prácticamente inexistente. Un error, una oportunidad. En el bar hay dos tipos que charlan y beben cerveza. La camarera nos saca una foto, somos una especie en extinción. La hija de la camarera está enganchada a un programa de televisión, es un reportaje sobre el Ecce Homo de Borja. Se sabe la historia de memoria. Intercambiamos algunas palabras mezcladas con signos, tomamos unas tapas de judías verdes preparadas a modo de cacahuetes, pasamos un buen rato. 
Tomamos la dirección correcta al centro de Takayama. Solo tenemos unas horas para ver la ciudad. Como siempre, hemos dado más importancia al camino que al destino. Un puente rojo cruza el Miyogawa, cristalino y bien surtido de carpas. El puente hace de entrada al centro, la parte más tradicional formada por las calles Ichi, Ni y San-no-Machi. Hay destilerías de sake, además de buenos restaurantes, tiendas y una considerable similitud con la parte antigua de Kyoto, aunque mucho más pequeña. En esta zona hay garages con una altura excepcional que guardan las carrozas (yatai) que se usan en el desfile de la Takayama Matsuri. Muchas de ellas se pueden ver en el museo Yatai Kaikan. La calle principal de la ciudad, la Kokubun-Ji-dori tiene la misma función y perfil que la Shinjo-dori de Kyoto. La sensación de que a Takayama la llegada de turistas occidentales le estaba restando encanto tradicional iba ganando enteros conforme pisábamos sus calles. La orientación de los negocios, sobre todo de restauración, están más abiertos a la calle, sin cuidar la intimidad, aunque sin perder ni un ápice de cortesía. La señal más convincente la tuvimos en la recepción del hotel. El mismo tipo que nos atendió al llegar por la tarde, por la noche nos proporcionó el hielo que enfrió la sidra de Wajima y, a la mañana siguiente, nos sirvió algas, salmón, arroz y sopa de un desayuno japonés. El rictus de su rostro, sin ser tenso, no lucía demasiado relajado.

24 de agosto de 2013

JAPÓN: LA SONRISA DEL SOL NACIENTE. Parte 1: Kyoto y Nara


     Japón tiene muchos mitos. Unos antiguos como muchas de sus costumbres, otros tan modernos como la tecnología que exporta desde la tercera revolución industrial. Si me tengo que quedar con uno, me quedo con esa mezcla de educación, cortesía y urbanidad de sus habitantes. No es una amabilidad de cercanía, de distancias cortas y relaciones ágiles que tanto prodigamos en los países latinos. Es una permanente preocupación por los modales y el servicio. Por el no quejarse por casi nada ni molestar al ser vivo más cercano. Si hay que ayudar, se ayuda. Hasta el extremo de perder valiosos minutos de ese tiempo que no existe en las grandes urbes, por solucionar problemas a desconocidos cuando la barrera del idioma no da más de sí.
     El mayor valor de Japón, son los japoneses.

     La Turkish Airlines es una buena elección para viajar a Japón y te da la oportunidad de pasar una noche en Estambúl aprovechando la escala. Lo pensamos demasiado tarde y dejamos pasar la oportunidad.
     Aterrizar en un aeropuerto de Japón, no es aterrizar en un aeropuerto de Estados Unidos. Los gritos, órdenes, empujones y caos del oeste son la delicadeza, organización y trato exquisito del este. En menos de veinte minutos salimos del avión, pasamos el control de pasaportes, foto, recogida de maletas y tomamos tren para Kyoto (hora y media/unos 24 euros).
     Los taxis de Kyoto te llevan a cualquier lugar que esté a menos de 2 km por 690 yenes (algo más de 5 euros). No abrir puertas, no cerrar puertas. Todo es automático. El que nos llevó al hotel nos mostró las primeras imágenes de un Japón que engancha fácil. Una nota: en Japón no se atan las bicicletas. En Japón la gente no roba. En Japón se respeta al vecino. En Japón el engaño, los ventajistas, no tienen reconocimiento social.
     Una buen sitio para alojarse es el Royal Park Hotel The Kyoto, en Sanjo Dori. Sus alrededores tienen lugares interesantes y gente interesante. Cerca, bajo uno de los puentes que cruzan el Kamogawa, muchos nativos se juntan con no pocos foráneos y allí la gente bebe, rasguea guitarras, huye del calor y, muy de vez en cuando, se pelea.
     Salir a las calles de Kyoto en agosto es como introducir la cabeza en un horno a trescientos grados mientras por algún orificio libre del cuerpo te conectan un géiser en erupción. El ambiente, literalmente, quema. Incluso a las diez de la noche. “El aire está más húmedo que nunca. Me suda la nuca, me suda la cara. Me seco la nuca. Me seco la cara.” (David Peace en “Tokio Año Cero”. Una novela que no hay que dejar de leer)
     Una discusión entre dos amigos terminó en pelea sin golpes. Agarrones, malas llaves de judo y algún empujón llevó a los dos chicos al suelo. Mientras otro los separaba, una amiga llamaba a la policía. Vinieron agentes como si se hubiera cometido un crimen. Uno de los implicados, perdió la compostura. Ver a un japonés irritado no tiene precio.
     Paseamos por Pontocho y Kiyamachi-dori, zona de ocio. Zona donde la gente de la ciudad se relaciona, bebe, cena y para ello se pone sus mejores galas. Son dos calles que discurren paralelas al río. Pontocho tiene bares y restaurantes por encima de la media de precios y, supongo, de calidad. No entramos en ninguno. Kiyamachi-dori es más populachera. Más pantalón corto, más minifalda, más colonia barata. Nos paramos frente a un cartel que anuncia platos a buen precio. Una chica se asoma por una ventana empañada de humo de plancha. Una sonrisa y un gesto de “hey, entrad, aquí está lo que buscáis”. Entramos. Es un antro dirigido por una pareja que regala simpatía. El chico maneja la plancha delante nuestro mientras bebemos una jarra de cerveza helada. Corta, trincha, rasca grasa, da vueltas y más vueltas. Todo en una superficie tan impoluta como las calles de Kyoto.
     La arquitectura de la parte antigua de Kyoto es piedra, es madera, es agua y es papel wasi, un papel que se puede ver en todo Japón. Igual que el resto de elementos anteriores. Los japoneses no iluminan sus vidas ni sus calles ni sus casas para deslumbrar. Lo hacen con esa sutileza que regala la posibilidad de adivinar las sombras escondidas tras las luces. De mostrar sin enseñar. Pasear por la noche por cualquier calle del Japón tradicional es aguzar la sensibilidad y despertar sentidos hasta entonces dormidos.
     No somos de museos, no somos de templos ni de iglesias, no somos de ese sightseeing tradicional. Somos más de mercados, de barrios populares para callejear y de bares de trabajadores. Aun así, hay lugares donde todo el mundo va, imposibles de ignorar.
     Se puede elegir el mercado de Nishiki, en pleno centro de la ciudad, como estimulante matinal y hacedor de huellas difíciles de borrar. Allí, como el resto de los días que estemos en Japón, nunca dejaremos de oír la palabra Irasshaimase!!! un ¡bienvenido! entonado, más bien cantado, que se pega como una canción de verano. En el mercado se puede almorzar, hacer la compra de la semana o ver extraños ejemplares de pescado escondidos entre el hielo.
     Un paseo que nadie se puede perder en Kyoto es el que discurre por el sur de Higashiyama, a pesar de ser la zona más frecuentada por los turistas. Templos, parques, casas tradicionales y calles, incluso, más pulcras que el resto de la ciudad.
     En las calles de Kyoto, y en general de todo Japón, la limpieza es obsesiva. Caminar por Kyoto no es caminar por una gran ciudad, es pasear por el salón de una casa cuidada con esmero y dedicación. Los japoneses utilizan la manguera a presión para sacar la última gota de polvo del último recoveco. Los japoneses limpian cada rincón de su espacio, cada rendija, cada baldosa. Todo está pulido hasta conseguir un lustre que permita comer en el mismo suelo.
     Los chicos de la guía de Lonely Planet, esos que viven de las comisiones de las grandes cadenas hoteleras y buenos restaurantes, recomiendan Higashioji-dori para comenzar el recorrido del sur de Higashiyama. Yo lo recomendaría porque justo en esa calle hay un buen mercadillo de cerámica japonesa a buenos precios. Es de esos lugares donde algunos venden lo que hacen con sus propias manos y otros venden lo que ya no les sirve. El lugar ideal antes de subir las calles y bajar las escaleras del distrito que nosotros terminamos en Shijo-dori, para enlazar con el distrito de Gion.
     Gion tiene buenos restaurantes, buenos salones de té y te puedes encontrar un par de geishas bajando de un taxi y entrando a un local de lujo en una calle de lujo. Fue en Shimbashi. Todo lo vimos desde esa distancia que permite observar sin ser visto.
     Antes de bajar al puente del Kamogawa con nuestras cervezas, cenamos en un restaurante con unos camareros y un público, uno, interesantes de contemplar. El único cliente pidió la carta y se bebió el vaso de agua de cortesía que ofrece cualquier restaurante japonés. El tipo cambió varias veces de silla alrededor de la misma mesa, se levantó, se quedó unos interminables segundos observándonos. Mirándonos directamente a la cara. Y se fue. No era oriental, era occidental. La misma camarera a la que tanto le extrañó la situación, fue la que luego se quedó como una estatua a nuestras espaldas preparada para una rápida atención. Al salir, pagamos con dos mil yenes (unos 16 euros). El camarero que hacía las veces de cajero, sacó una esponja antigua para humedecer la yema del dedo, contó con determinación los dos billetes, primero uno, luego otro, y nos dio el cambio. El restaurante lo bautizamos como “el de los Vencedores”. Como un lugar de reunión de los chicos del General McArthur al final de la Segunda Guerra Mundial. Los años de la ocupación.

     A la mañana siguiente la humedad es insoportable. El calor duele y es casi imposible caminar. Esperamos veinte minutos un autobús. Cerca del hotel. Tras una hora nos deja en el distrito de Arashiyama. Un puente, el Togetsu-kyo, protege de los turistas a tortugas, garzas, patos y un río casi seco. El paisaje que forman la verde vegetación y la bruma de un cielo cargado de bochorno dificultan hasta respirar. Elegimos el bosque de bambú que rodea el templo de Tenryu-ji. Una senda de un par de kilómetros de una escena imposible de encontrar en occidente. Los troncos de bambú se yerguen hacia el cielo hasta ocultarlo. Son longilíneos rascacielos verdes en busca de luz. Delgados y fuertes. El sendero es estrecho, baja y sube con decisión y los poros de la piel rezuman las últimas gotas de agua corporal. En mitad del camino nos encontramos un veterano japonés que vivió un par de años en Santo Domingo de la Calzada (Rioja). También estuvo en Zaragoza. Vende postales que pinta él mismo. Algunos se las encontrarán al abrir su buzón en unos días.
     En la zona de Arashiyama hay varios templos, parques y casas interesantes, además del bosque de bambú. Pero no nos interesaron tanto.
    Desde allí, otro trayecto de media hora con cambio de autobús, nos lleva hasta el Kinkaku-ji, el Templo Dorado. Uno de los lugares más visitados no solo de Kyoto, sino de todo Japón. Podemos dar fe de ello. El templo no sería nada sin el entorno que lo rodea. El entorno no sería nada sin el templo dorado. Todo parece que haya sido elegido al milímetro. La naturaleza y el trabajo del hombre, esta vez, han sido eficaces. La construcción, de madera, se levanta sobre un estanque. El reflejo en el agua es de un amarillo pajizo y se mezcla con las sombras de los árboles de la orilla y de isletas naturales. Todo es piedra, todo es agua, todo es madera. Todo es verde. Todo es oro. “Nos secamos la nuca, nos secamos la cara”.

     Nara está a menos de una hora de Kyoto. Activamos el Japan Rail Pass de siete días y el calor no remite. El calor se viene con nosotros o ya está en Nara. La ciudad no tiene un barrio de geishas o un Gion o una calle Pontocho. Nara, que fue la primera capital de Japón, tiene una interminable área donde terminan parques y empiezan bosques todos poblados de ciervos, de templos, de museos y de gente. Los ciervos, que ya no son ciervos porque viven como y con los humanos, han perdido cualquier signo de libertad. De dignidad. Comen en tu mano y roban lo que pueden. Se dejan tocar, manosear y saltan como un perrillo faldero en busca de galletas hechas especialmente para ellos. Como si del retrato social de una comunidad de personas se tratara, puedes encontrar grupos que viven en los templos menos visitados, que no entran en contacto con los visitantes, que prefieren la soledad. Que prefieren vivir como ellos han elegido. Son los menos, la minoría que existe en cualquier lugar.
     En los parques, en los bosques de Nara, hay muchos rincones para visitar. Pagodas y construcciones de madera, escaleras de piedra, senderos desiertos donde perderse. El Daibutsu-den, la mayor construcción de madera del mundo que un día se tragó uno de los mayores budas de bronce, es un sitio para perderse pero no en soledad. La entrada la protegen las estatuas de dos gigantescos guerreros tan reales como amenazantes. Un verde prado lleva hasta el pabellón, que a veces abre una enorme ventana superior para mostrar los ojos del Buda. Dentro, las dimensiones de la figura, de 16metros de alto y un peso en bronce de 437 toneladas y 130 en oro, sobrecoge.
Nara tiene galerías comerciales que son calles de la ciudad, al estilo de Kyoto. Techos abovedados y lámparas que recuerdan mejores tiempos pasados y un futuro complicado, pero prometedor. Como en el resto del mundo.

16 de julio de 2013

ON THE ROAD


       Último jueves de junio. Tres de la tarde. El calor no ahoga, pero aprieta. Salimos de Zaragoza. Suena Dion & The Belmonts en la carretera. Huele a asfalto, a llantas que se agotan. Vehículos rellenos de gente que van o vienen de vacaciones. Domínguez, desde el asiento de atrás, observa todo a través del humo de su bisonte. Nosotros dos, delante.
        Yo manejo.
        -¿Va cómodo? -le pregunto.
        Domínguez fuerza una mueca que intenta transmitir amabilidad. Pero no le sale.
        Lo miramos.
        Nos miramos.
        -¿Me lees? -pregunto.
        -Claro -oigo contestar.
        Domínguez nos mira de reojo.
        Pasamos por Calatayud. Un pitillo. Un descanso de la lectora.
        -¿Dónde vamos? -pregunto.
        -A Madrid. A presentar Estúpidos y Felices -oigo responder.
        Domínguez, ahora sí, se acerca a nuestros asientos y nos enfila a cada uno con un ojo.
        -No me gustan las presentaciones en sociedad, capullos -son sus primeras palabras tras una hora de viaje. Serán las últimas.
        Durante la hora y media siguiente no escucho nada más que la lectura de Estúpidos y Felices. Domínguez fuma y de vez en cuando da un trago a su petaca. Luego, un espasmo. Hace como que no, pero nosotros sabemos que le gusta.
        Al llegar a Guadalajara comienza un desfile de centros comerciales, naves industriales que ya no producen y colmenas residenciales que no se venden. Hago el último intento.
        -¿Contento de volver al Foro?
        Que te jodan, mascachapas. Le leo el pensamiento.
        Parece que el resto del mundo ha quedado en Madrid a la hora en que nosotros entramos. No hay lectura. Suena Burning.
        Llegamos al hotel. Una habitación doble. Domínguez piensa que Madrid es el mejor lugar para pasar la noche en vela. Aunque tampoco lo dice.
        En la Plaza Dos de Mayo, en Malasaña, hay bares, terrazas, puestos y mucha gente con ganas de vivir la vida bien vivida. Una cerveza y un reencuentro casual tras muchos años. Unas cervezas muy frías y un Dyc sin hielo.
        Muchos esfuerzos después conseguimos despegar a Domínguez de la silla y el vaso de whisky. Llegamos a librería Arrebato.
        Mónica, Lou y Luis llegan. Besos. Abrazos. Sonrisas sinceras. Luego llega Escu. Una enciclopedia curtida en la calle. En la puta calle. Más cervezas.      
        Llega la hora. Domínguez se deja querer por un rincón. Nadie lo ve. Ni a él ni a su petaca.
Yo comienzo a hablar y pienso en la gente que me escucha. Miro sus caras, sus poses. No los conozco, pero a los cinco minutos todos parece que llevemos allí media vida.
        La miro. Me mira. Nos miramos. Todo va bien.
        A Escu lo veo feliz.
        Luis y Lou salen a escena. A Luis le gusta el lenguaje. A Lou la Doña. Versionean Malagueña Salerosa de Chingón. Lou tiene una voz con la que podría hacer añicos un par de miles de copas de cristal. Luis un cuerpo pequeño donde parece imposible que quepan un corazón tan grande y un ingenio tan lúcido. Lou interpreta Caminando, Luis, La Razón de la Tristeza. Tres temas y dos músicos de lujo, para un público, también de lujo.


        Fotos, tragos de matequila y guitarras enfundadas. Malasaña espera.
        La calle huele a cerveza, a gente que espera lo mejor de la noche. Domínguez está en casa, pero se siente extranjero. No tiene cabida en este mundo. Anda a rebufo del grupo. Donde nadie lo ve. Un bar, unas copas. Conversaciones amables. Gente desconocida y muchas cosas que contar. Sin riesgo de aburrir. Como la música que se escucha por primera vez.
        Otro bar, más cervezas. Toni y Javier, La Frontera, son los primeros en cruzar el límite del bien y del mal.
        ¿Y la Vía Láctea?, pregunto. No es lo que era, me dicen. Vamos, digo.
        No es lo que era.
        Domínguez no está de acuerdo, pero decidimos evitar los bares y bebemos en casa de la hermana de un amigo. Casa Mónica.
        Las afinidades existen o no existen. Puedes convivir con personas con las que ni el paso del tiempo logra engancharte al vagón de su devoción. Con otras, únicamente son necesarios un par de gestos y una actitud para decidir que esos que hace unas horas eran gente desconocida, ya son amigos. Esta noche, en Madrid, hemos hecho buenos amigos.

        La Autovía de Andalucía lo es al principio de Castilla La Mancha. Algún molino de viento a los lados. Domínguez se agita en el asiento de atrás luchando contra sus fantasmas. Cual Quijote en un delirio. Hace seda a pierna suelta tras una noche en vela. Sois unos soplapavas, nos dijo cuando nos fuimos a dormir
        La Andalucía morisca ya no está separada del Norte por el Puerto de Despeñaperros. La modernidad y la seguridad han vuelto a este país y los clanes de bucaneros que lo habitan, aburrido y cargante. Suena Loco Lunático, de Luis Auserón.
        En Bailén enfilamos hacia la Alhambra y dejamos a diestra la mezquita de Córdoba.
        En Granada, a los pies del Albaicín, nos esperan Barrakus y Ana María. Esa clase de amigos que el tiempo, después de mucho pasar, todavía nos permite seguir descubriendo afinidades.
        Ginés, librero de Nueva Gala, combina simpatía andaluza y competencia germana. Entre unos cuantos fieles seguidores de la librería, del rugby y del rock'n'roll la reunión en la coqueta sala de presentaciones es nutrida. Barrakus, que se descubre haciendo la introducción, piensa de mí lo mismo que yo pienso de él. Afinidades conocidas.
        Tras la presentación, más bares. Uno de rugby con gente que habla de rugby. Un camarero con los modales de un caníbal. Cerveza y tapas. Un jugador con la pista perdida hace tiempo, Antonio. Domínguez odia el deporte.
        Poco después y pocas calles más allá, un bar de rock'n'roll. El blus (sin la e). Más gente desconocida unida por un riff de guitarra de mediados del siglo pasado. Suena, nos miramos, lo imitamos. Como si cada uno de nosotros fuera el mismísimo Johnny Burnette que sale por el stéreo. Ron y cola, suelas de zapatos que golpean el suelo y conversaciones sobre personas comunes. Isa, Javi y Jota, afinidades unidas por una música que nunca morirá.

        La mañana siguiente pesa. Domínguez huele muy mal. Son dos días de verano sin ducharse más los que arrastraba antes de salir. Café y tostadas para despedir a Barrakus. Domínguez nos mira con asco desde la mesa de al lado. Bebe un Dyc sin hielo.
        Buscamos la costa dirección Motril. Al llegar, giramos a nuestra izquierda. Subimos por el litoral almeriense, por una carretera salpicada de pueblos. Algunos están aprisionados entre un mar de plástico y el Mediterráneo. Tan estrechos que las calles no pueden huir. Ni sus vecinos de ellas. Suena Es Necesaria Una Navaja de Luis Auserón.
        El Ejido es un pueblo que no parece el típico pueblo de la geografía española. Casas muy bajas y un rascacielos que hace que parezcan todavía más bajas. Sus vecinos han llegado desde lugares muy diferentes. Hoy están de fiesta.
        En la Plaza Mayor hay una librería elegante y laureada. Una pareja, Matilde y Manuel, nos obsequian a la llegada con el mejor de los regalos: una conversación de cadencia sosegada e ininterrumpida. Son dos libreros que muestran un arma sencilla y contundente: la pasión por los libros. Llega Laura. Toñi nos dispara con su cámara. El local se va llenando poco a poco de parroquianos. Todos muestran sus sonrisas preferidas, como la mañana almeriense. Los momentos son de una cordialidad tan sincera que cuesta abandonarlos. Los diálogos no tienen fin, pero el tiempo apremia.

         Almería es una ciudad con una arquitectura setentera, con unos ciudadanos que mantienen la familiaridad de aquellos años. Como si el tiempo pasara más despacio y solo unos pocos tiraran de la soga de la transformación, pero el otro extremo estuviera todavía lejos. No existe tanta prisa como en el resto de la península, y es de agradecer. Si se conocieran sus entrañas y no solo su perfume, muchos miles la elegirían como su retiro dorado.
         En la Plaza Balneario San Miguel, Librería Zebras es un volcán en erupción. En pocos meses la lava ya alcanza a todo un barrio. Pronto, la ciudad entera estará contagiada por el calor y la energía de Belén y todo el equipo que la acompaña. Suena la BSO de Estúpidos y Felices, el público bebe matequila y nosotros, a ocho centenares de kilómetros de casa, nos sentimos como si ya estuviéramos en ella.
        Tras la presentación, diálogos en múltiples direcciones. Invitaciones para no volver: La Manga, Granada, Cabo de Gata y la propia Almería.
        On the road.
        Dominguez se acerca, donde los dos lo podamos ver con claridad. Suena Luis Auserón. 
      -Me habéis jodido cuatro días de mi puta vida, fantoches. Y pon rocanrol, capullo. Rocanrol con C de castizo.