24 de agosto de 2013

JAPÓN: LA SONRISA DEL SOL NACIENTE. Parte 1: Kyoto y Nara


     Japón tiene muchos mitos. Unos antiguos como muchas de sus costumbres, otros tan modernos como la tecnología que exporta desde la tercera revolución industrial. Si me tengo que quedar con uno, me quedo con esa mezcla de educación, cortesía y urbanidad de sus habitantes. No es una amabilidad de cercanía, de distancias cortas y relaciones ágiles que tanto prodigamos en los países latinos. Es una permanente preocupación por los modales y el servicio. Por el no quejarse por casi nada ni molestar al ser vivo más cercano. Si hay que ayudar, se ayuda. Hasta el extremo de perder valiosos minutos de ese tiempo que no existe en las grandes urbes, por solucionar problemas a desconocidos cuando la barrera del idioma no da más de sí.
     El mayor valor de Japón, son los japoneses.

     La Turkish Airlines es una buena elección para viajar a Japón y te da la oportunidad de pasar una noche en Estambúl aprovechando la escala. Lo pensamos demasiado tarde y dejamos pasar la oportunidad.
     Aterrizar en un aeropuerto de Japón, no es aterrizar en un aeropuerto de Estados Unidos. Los gritos, órdenes, empujones y caos del oeste son la delicadeza, organización y trato exquisito del este. En menos de veinte minutos salimos del avión, pasamos el control de pasaportes, foto, recogida de maletas y tomamos tren para Kyoto (hora y media/unos 24 euros).
     Los taxis de Kyoto te llevan a cualquier lugar que esté a menos de 2 km por 690 yenes (algo más de 5 euros). No abrir puertas, no cerrar puertas. Todo es automático. El que nos llevó al hotel nos mostró las primeras imágenes de un Japón que engancha fácil. Una nota: en Japón no se atan las bicicletas. En Japón la gente no roba. En Japón se respeta al vecino. En Japón el engaño, los ventajistas, no tienen reconocimiento social.
     Una buen sitio para alojarse es el Royal Park Hotel The Kyoto, en Sanjo Dori. Sus alrededores tienen lugares interesantes y gente interesante. Cerca, bajo uno de los puentes que cruzan el Kamogawa, muchos nativos se juntan con no pocos foráneos y allí la gente bebe, rasguea guitarras, huye del calor y, muy de vez en cuando, se pelea.
     Salir a las calles de Kyoto en agosto es como introducir la cabeza en un horno a trescientos grados mientras por algún orificio libre del cuerpo te conectan un géiser en erupción. El ambiente, literalmente, quema. Incluso a las diez de la noche. “El aire está más húmedo que nunca. Me suda la nuca, me suda la cara. Me seco la nuca. Me seco la cara.” (David Peace en “Tokio Año Cero”. Una novela que no hay que dejar de leer)
     Una discusión entre dos amigos terminó en pelea sin golpes. Agarrones, malas llaves de judo y algún empujón llevó a los dos chicos al suelo. Mientras otro los separaba, una amiga llamaba a la policía. Vinieron agentes como si se hubiera cometido un crimen. Uno de los implicados, perdió la compostura. Ver a un japonés irritado no tiene precio.
     Paseamos por Pontocho y Kiyamachi-dori, zona de ocio. Zona donde la gente de la ciudad se relaciona, bebe, cena y para ello se pone sus mejores galas. Son dos calles que discurren paralelas al río. Pontocho tiene bares y restaurantes por encima de la media de precios y, supongo, de calidad. No entramos en ninguno. Kiyamachi-dori es más populachera. Más pantalón corto, más minifalda, más colonia barata. Nos paramos frente a un cartel que anuncia platos a buen precio. Una chica se asoma por una ventana empañada de humo de plancha. Una sonrisa y un gesto de “hey, entrad, aquí está lo que buscáis”. Entramos. Es un antro dirigido por una pareja que regala simpatía. El chico maneja la plancha delante nuestro mientras bebemos una jarra de cerveza helada. Corta, trincha, rasca grasa, da vueltas y más vueltas. Todo en una superficie tan impoluta como las calles de Kyoto.
     La arquitectura de la parte antigua de Kyoto es piedra, es madera, es agua y es papel wasi, un papel que se puede ver en todo Japón. Igual que el resto de elementos anteriores. Los japoneses no iluminan sus vidas ni sus calles ni sus casas para deslumbrar. Lo hacen con esa sutileza que regala la posibilidad de adivinar las sombras escondidas tras las luces. De mostrar sin enseñar. Pasear por la noche por cualquier calle del Japón tradicional es aguzar la sensibilidad y despertar sentidos hasta entonces dormidos.
     No somos de museos, no somos de templos ni de iglesias, no somos de ese sightseeing tradicional. Somos más de mercados, de barrios populares para callejear y de bares de trabajadores. Aun así, hay lugares donde todo el mundo va, imposibles de ignorar.
     Se puede elegir el mercado de Nishiki, en pleno centro de la ciudad, como estimulante matinal y hacedor de huellas difíciles de borrar. Allí, como el resto de los días que estemos en Japón, nunca dejaremos de oír la palabra Irasshaimase!!! un ¡bienvenido! entonado, más bien cantado, que se pega como una canción de verano. En el mercado se puede almorzar, hacer la compra de la semana o ver extraños ejemplares de pescado escondidos entre el hielo.
     Un paseo que nadie se puede perder en Kyoto es el que discurre por el sur de Higashiyama, a pesar de ser la zona más frecuentada por los turistas. Templos, parques, casas tradicionales y calles, incluso, más pulcras que el resto de la ciudad.
     En las calles de Kyoto, y en general de todo Japón, la limpieza es obsesiva. Caminar por Kyoto no es caminar por una gran ciudad, es pasear por el salón de una casa cuidada con esmero y dedicación. Los japoneses utilizan la manguera a presión para sacar la última gota de polvo del último recoveco. Los japoneses limpian cada rincón de su espacio, cada rendija, cada baldosa. Todo está pulido hasta conseguir un lustre que permita comer en el mismo suelo.
     Los chicos de la guía de Lonely Planet, esos que viven de las comisiones de las grandes cadenas hoteleras y buenos restaurantes, recomiendan Higashioji-dori para comenzar el recorrido del sur de Higashiyama. Yo lo recomendaría porque justo en esa calle hay un buen mercadillo de cerámica japonesa a buenos precios. Es de esos lugares donde algunos venden lo que hacen con sus propias manos y otros venden lo que ya no les sirve. El lugar ideal antes de subir las calles y bajar las escaleras del distrito que nosotros terminamos en Shijo-dori, para enlazar con el distrito de Gion.
     Gion tiene buenos restaurantes, buenos salones de té y te puedes encontrar un par de geishas bajando de un taxi y entrando a un local de lujo en una calle de lujo. Fue en Shimbashi. Todo lo vimos desde esa distancia que permite observar sin ser visto.
     Antes de bajar al puente del Kamogawa con nuestras cervezas, cenamos en un restaurante con unos camareros y un público, uno, interesantes de contemplar. El único cliente pidió la carta y se bebió el vaso de agua de cortesía que ofrece cualquier restaurante japonés. El tipo cambió varias veces de silla alrededor de la misma mesa, se levantó, se quedó unos interminables segundos observándonos. Mirándonos directamente a la cara. Y se fue. No era oriental, era occidental. La misma camarera a la que tanto le extrañó la situación, fue la que luego se quedó como una estatua a nuestras espaldas preparada para una rápida atención. Al salir, pagamos con dos mil yenes (unos 16 euros). El camarero que hacía las veces de cajero, sacó una esponja antigua para humedecer la yema del dedo, contó con determinación los dos billetes, primero uno, luego otro, y nos dio el cambio. El restaurante lo bautizamos como “el de los Vencedores”. Como un lugar de reunión de los chicos del General McArthur al final de la Segunda Guerra Mundial. Los años de la ocupación.

     A la mañana siguiente la humedad es insoportable. El calor duele y es casi imposible caminar. Esperamos veinte minutos un autobús. Cerca del hotel. Tras una hora nos deja en el distrito de Arashiyama. Un puente, el Togetsu-kyo, protege de los turistas a tortugas, garzas, patos y un río casi seco. El paisaje que forman la verde vegetación y la bruma de un cielo cargado de bochorno dificultan hasta respirar. Elegimos el bosque de bambú que rodea el templo de Tenryu-ji. Una senda de un par de kilómetros de una escena imposible de encontrar en occidente. Los troncos de bambú se yerguen hacia el cielo hasta ocultarlo. Son longilíneos rascacielos verdes en busca de luz. Delgados y fuertes. El sendero es estrecho, baja y sube con decisión y los poros de la piel rezuman las últimas gotas de agua corporal. En mitad del camino nos encontramos un veterano japonés que vivió un par de años en Santo Domingo de la Calzada (Rioja). También estuvo en Zaragoza. Vende postales que pinta él mismo. Algunos se las encontrarán al abrir su buzón en unos días.
     En la zona de Arashiyama hay varios templos, parques y casas interesantes, además del bosque de bambú. Pero no nos interesaron tanto.
    Desde allí, otro trayecto de media hora con cambio de autobús, nos lleva hasta el Kinkaku-ji, el Templo Dorado. Uno de los lugares más visitados no solo de Kyoto, sino de todo Japón. Podemos dar fe de ello. El templo no sería nada sin el entorno que lo rodea. El entorno no sería nada sin el templo dorado. Todo parece que haya sido elegido al milímetro. La naturaleza y el trabajo del hombre, esta vez, han sido eficaces. La construcción, de madera, se levanta sobre un estanque. El reflejo en el agua es de un amarillo pajizo y se mezcla con las sombras de los árboles de la orilla y de isletas naturales. Todo es piedra, todo es agua, todo es madera. Todo es verde. Todo es oro. “Nos secamos la nuca, nos secamos la cara”.

     Nara está a menos de una hora de Kyoto. Activamos el Japan Rail Pass de siete días y el calor no remite. El calor se viene con nosotros o ya está en Nara. La ciudad no tiene un barrio de geishas o un Gion o una calle Pontocho. Nara, que fue la primera capital de Japón, tiene una interminable área donde terminan parques y empiezan bosques todos poblados de ciervos, de templos, de museos y de gente. Los ciervos, que ya no son ciervos porque viven como y con los humanos, han perdido cualquier signo de libertad. De dignidad. Comen en tu mano y roban lo que pueden. Se dejan tocar, manosear y saltan como un perrillo faldero en busca de galletas hechas especialmente para ellos. Como si del retrato social de una comunidad de personas se tratara, puedes encontrar grupos que viven en los templos menos visitados, que no entran en contacto con los visitantes, que prefieren la soledad. Que prefieren vivir como ellos han elegido. Son los menos, la minoría que existe en cualquier lugar.
     En los parques, en los bosques de Nara, hay muchos rincones para visitar. Pagodas y construcciones de madera, escaleras de piedra, senderos desiertos donde perderse. El Daibutsu-den, la mayor construcción de madera del mundo que un día se tragó uno de los mayores budas de bronce, es un sitio para perderse pero no en soledad. La entrada la protegen las estatuas de dos gigantescos guerreros tan reales como amenazantes. Un verde prado lleva hasta el pabellón, que a veces abre una enorme ventana superior para mostrar los ojos del Buda. Dentro, las dimensiones de la figura, de 16metros de alto y un peso en bronce de 437 toneladas y 130 en oro, sobrecoge.
Nara tiene galerías comerciales que son calles de la ciudad, al estilo de Kyoto. Techos abovedados y lámparas que recuerdan mejores tiempos pasados y un futuro complicado, pero prometedor. Como en el resto del mundo.