El sábado 7 de diciembre presentaremos en la Feria del libro de Monzón Estúpidos y Felices.
Comenzará la mañana el equipo de Malavida con Los mediamierdas 2. ¡Seamos optimistas!
Tras los delirantes comiqueros, a eso de las 12:00 de la mañana, llegará el turno de STI Ediciones con mi novela Estúpidos y Felices. Como de costumbre, habrá matequila para el respetable y continuaremos en el stand de la editorial hasta el cierre de la Feria.
La Feria de Monzón es una de las más importantes de Aragón y mucho público sube desde todos los puntos de la Comunidad hasta el prepirineo para conocer a los autores. El mismo sábado presentan sus últimos trabajos nombres como Javier Barreiro, Roberto Malo, Oscar Sipán o Michel Suñén.
La biblioteca La Bóbila de Hospitalet de Llobregat inaugurará su colaboración en la Semana Negra de Barcelona con la presentación de Estúpidos y Felices.
Será el viernes 31 de Enero a las 19:00 y estaré acompañado por Susana Hernández.
La Bóbila está especializada en género negro y organiza, junto con el ayuntamiento de Hospitalet, el acreditado concurso L' H Confidencial. Los premiados son editados por Roca editorial.
Susana Hernández es un valor en alza en la novela negra española. Autora de La Casa Roja, La Puta que leía a Jack Kerouac, Curvas Peligrosas y Contra las Cuerdas, la escritora catalana es la creadora de Santana y Vázquez, las dos subinspectoras protagonistas de sus dos últimas novelas.
Maria José Pardo, Pum, es una zaragozana y ferviente lectora que dirige la sección Jitanjáfora, dentro del programa literario de La Enredadera de Radio Topo (domingos de 21:00 a 23:00). Allí, además de invitar a la lectura de otros libros, durante varios años ha leído sus propias obras que nunca se perdían entre las ondas hertzianas. Este verano ha editado treinta cuentos enredados pero no entrelazados. Son treinta historias diferentes pero con la autenticidad como punto en común, personajes equidistantes como el día y la noche, pero unidos por la inagotable fantasía de su creadora. Construir una historia tiene su mérito. Si además la historia, en este caso las historias, tienen un componente de entelequia, de realidad fantástica, el mérito es doble.
Pum nos sumerge en un realismo mágico próximo a autores suramericanos tipo Rulfo o García Márquez y muy alejado de los cuentos que estamos acostumbrados ya no solo a escribir, sino incluso a leer por estos lares.
En La obra maestra el egocentrismo de su personaje da tanta pena que hace reir. En Una habitación cualquiera el protagonista desea revivir una imagen sensual de los setenta. Busca desesperadamente alojarse en la misma habitación de un hotel donde durmió Raquel Welch. Una resaca de ginebra está meticulosamente descrita en A través de la ventana. Qué ingratos son los vecinos con los trasnochadores. También hay historias de hadas, de brujas, de rayos que persiguen niños. Los treinta cuentos son tan reales como el lector quiere que sean. O ingenuos, si no se mira a través de un transfondo brumoso que esconde, poco más allá, un buen repertorio de estrellas. La imaginación de la autora obliga al lector a sumergirse en un mundo desconocido y real, a vivir, en definitiva, otra vida poco común a través de personajes que viven en nuestra misma escalera. En nuestra propia casa.
A Pum la verás en cualquier Feria del Libro de Aragón junto a los Mala Vida. Pero si quieres sumergirte en su mundo leyendo sus cuentos, pídelos aquí:
Tokyo es a
Japón lo que Nueva York es a Estados Unidos. Pocos elementos tienen
en común las dos ciudades con el resto del territorio donde están
ubicadas. En Tokyo la amabilidad sigue siendo una constante. La
limpieza, a pesar de lo complejo de conservar una urbe de 11 millones
de habitantes mínimamente presentable, se mantiene en un nivel
notable. Si la piedra, la madera y el agua son los ingredientes del
Japón tradicional, el asfalto, el cemento, la imagen y el sonido
dominan la capital del país.
Pasear por una
buena parte de Tokyo supone ser engullido por un enjambre de
pantallas de vídeo gigantes, que escupen ruido a un volumen brutal y
escenas a un ritmo frenético. Del interior de algunos locales salen
voces que parecen de gentes poseídas por el demonio. O de ratas
apaleadas dentro de algún saco. El primer contacto con uno de los
muchos cruces de calles donde el gentío, una iluminación exagerada
y millones de mensajes publicitarios se agolpan de una sola vez en
tus neuronas, es sobrecogedor. La ciudad te devora y te hace sentir
como una tonelada de nada.
La gente luce
por las calles las galas más singulares en el más completo
anonimato. No hay contacto visual con casi nadie, aunque como en el
resto de Japón, nadie duda en ayudarte si se lo solicitas. Un lugar
interesante para observar al personal es el metro. Sin multitudes que
abarroten el vagón y con discreción, una mirada al frente, otra
izquierda y otra a derecha, siempre muestra dos filas de cuellos
agachados mirando una pantalla y dedos tecleando. Algunos también
duermen. Solo nosotros curioseamos.
Salimos el
jueves por la mañana de Takayama. El tren nos lleva hasta Nagoya y
tras una breve parada y un cambio de vía llegamos a la capital más
de cuatro horas después.
El hotel es el
Villa Fontaine de Hatchobori. Cerca de la estación, de Ginza y del
mercado Tsukiji.
Ginza, a dos
paradas de metro, es la quinta avenida de Nueva York con los ojos
rasgados. Las mejores marcas, o las más caras, de cualquier producto
tienen aquí su espacio. Pasear arriba y abajo de Chuo-dori es
descubrir que el precio de los objetos no depende tanto de lo que
vale, sino de que haya gente dispuesto a pagar por ello.
Shibuya tiene
un cruce de peatones que casi todo el mundo ha visto en fotos o
imágenes. Verlo en directo, como
la mayoría de los buenos
espectáculos, no tiene precio. Es difícil encontrar otro lugar del
mundo donde tanta gente pase a tu lado y nadie te mire a la cara.
Ridley Scott se quedó a muchos pasos de distancia con Blade Runner.
Cualquier edifico está saturado de carteles, de pantallas de vídeo,
de anuncios, de publicidad.
Allí se vende todo y a buen precio.
Cuando miras hacia arriba, la altura desde el asfalto hacia el cielo
produce vértigo. Los negocios no solo están a ras de suelo como en
Europa, como en casi todo el mundo. Allí tienes un comercio en cada
planta. Tomas un ascensor del tamaño de un vaso de agua, pulsas
cualquier botón y en cada nivel se abre ante ti un mundo diferente.
Para compensar
la cuota de neón, la estación de metro de Shibuya guarda una
historia de lealtad y relación sincera entre un perro y un hombre.
En los años 20, Hachiko, un akita-uno, acompañaba a su dueño todos
días a la estación donde tomaba el tren que lo llevaba al trabajo.
El amigo siempre aguardaba su regreso. Un día el hombre murió
durante su jornada laboral y no volvió, pero Hachiko lo siguió
esperando hasta su muerte. Una pequeña estatua recuerda un enorme
gesto.
Un buen lugar
para almorzar al día siguiente de llegar a Tokyo es el mercado de
pescados de Tsukiji. Calles estrechas, viejos restaurantes y docenas
de puestos de madera. Dueños cordiales y golosinas de mar. Hay
buenos precios y es difícil elegir, y cualquier reclamo, oferta o
propaganda sirve para atraer a los muchos visitantes que se acercan
al lugar. Olores y colores se pegan al cuerpo y siguen alimentando a
los forasteros durante todo el día.
En el distrito
de Shimo-Kitazawa todo hipster tiene su oportunidad. Vive gente joven
que sigue sus propias modas y sus propias reglas. La mayoría
provienen de familias acomodadas y combinan modas pasadas y nuevas
reglas con un resultado poco original. Todos escuchan música
independiente, ven cine independiente, leen autores independientes y
suelen vivir dependiendo de algún subsidio del gobierno o de sus
padres. En Shimokita hay cafés con terrazas de estilo europeo,
buenas tiendas de ropa segunda mano y también de vinilos. Los
restaurantes suelen estar muy animados y toda la zona está recogida
entre un manojo de calles estrechas y acogedoras. Es un buen lugar
para pasear y, si tu destino o tu voluntad te dice que tienes que
pasar una temporada en Tokyo, una buena elección para vivir.
El metro te
lleva pronto y fácil a cualquier lugar de Tokyo. Se aprovecha cada
minuto de la jornada y, cuando cambias un par de veces de escenario,
parece que haya pasado un día en lugar de unas pocas horas. La calle
Omote-Sando une el Templo Meiji y Aoyama por medio de galerías
comerciales, tiendas de lujo y una hilera de árboles en cada acera.
Omotesando Hills, de Tamao Ando, es una galería con una pantalla
gigante por fachada.
Shinjuku tiene
dos zonas muy diferenciadas. Al oeste están las oficinas del
Gobierno Metropolitano, al este, la vida nocturna de restaurantes,
neones y bares de baja estofa. Todo lo baja que puede ser en Japón,
que es muy poco. La zona es parecida a Shibuya, con mucho burger,
rascacielos y bares en cada planta.
El sábado por
la mañana hay mercadillos callejeros en varias zonas de la ciudad.
En la estación de Hamamatsu-cho se toma el monorail de Tokyo, dos
paradas después, en Oikeibajo, se sale a la izquierda y en tres
minutos se llega a un parking semicubierto con más de 500 puestos de
todo tipo. Coches con los maleteros abiertos (al estilo de los “car
boot sales” británicos), mantas tendidas en el suelo o juegos de
mesas, ofrecen pertenencias de los propios vendedores. Objetos que
nunca se encuentran en galerías comerciales de ninguna parte del
mundo están a la venta por poco dinero. Por muy poco dinero. Menos
de dos euros pagamos por un vinilo de los Cherry Boys, un grupo
japonés de rock'n'roll. Una joya de los sesenta.
El monorail,
de regreso al centro de Tokyo, pasa a escasos metros de las viviendas
de la zona. Un efecto visual hace que, por varias veces, parezca que
el tren se vaya a estrellar contra algún edificio o que algún
vecino te vaya a dar la mano.
El templo
Senso-ji acumula demasiada gente, demasiados turistas. Está en el
distrito de Asakusa, la parte más tradicional de Tokyo, ahora
vulnerada por los souvenirs y los grupos guiados. Hay una zona de
restaurantes baratos con terraza donde puedes
tomar una cerveza
viendo el discurrir del personal. En un país asiático, donde nadie
entra en contacto contigo a través de los ojos, es un lujo. Observar
sin ser observado. Un cerdo de pequeño tamaño tiraba de la correa
de su dueño como cualquier mascota.
Harajuku es la
zona de las “lolitas góticas” o “cosplay”. Se reúnen en
Jingu-Basi, una esquina del parque Yoyogi. Llegamos por la noche y
hay animación por un concierto de varias bandas al otro lado del
puente. Hay puestos de comida, de bebida y corros de chicos y chicas
dejando pasar el tiempo. El día y la noche se juntan y el tiempo se
dilata. No damos más de sí.
El domingo por
la mañana buscamos más restos urbanos en el rastro de Kinshicho. El
mercadillo no es muy interesante, pero en la zona que rodea la
estación de metro hay un festival de jazz que ocupa un parque con
dos escenarios y varios más a lo largo de la avenida principal.
Los
japoneses son buenos imitadores e interpretando jazz no se quedan a
la zaga. Un grupo toca temas de The Blues Brothers, una pareja de
niños da sus primeros pasos en público y una banda de música
adapta temas clásicos. En la avenida los altavoces de una galería
comercial extienden las notas por todo el distrito. Es domingo, la
Sky Tree Tower se eleva al final de una bocacalle, el calor húmedo
no deja respirar y los tokiotas viven la vida fuera de sus pequeños
apartamentos.
Un buen flea
market dominical es como una ducha por la mañana. Si te acostumbras,
no puedes vivir sin él. Buscamos nuestra última oportunidad en el
santuario Yasukuni, cinco minutos a la derecha de la estación
Kundanshita. Es un mercadillo de antigüedades de cierto nivel y a
buenos precios. Está justo antes de la entrada al templo y algún
turista se acerca a husmear. Entre cajas de cartón y papeles
encontramos dos álbumes de fotos con imágenes antiguas. La
contundencia de las fotografías obliga a una mirada rápida que se
clava en la memoria: pelotones de fusilamiento, cuerpos desplomados
cubiertos de plomo amontonados como basura, cuerpos decapitados,
soldados sin vida y un olor diferente a muerte en cada revelado. El
dueño no habla inglés.
Deducimos que pueden ser instantáneas
originales tomadas en la segunda guerra chino-japonesa. Tanto los
ejecutores como los ejecutados tienen rasgos orientales. Una
serpiente de frío recorre nuestra médula espinal. Apartamos con
violencia la vista de una crueldad lejana pero no por ello menos
inquietante. Treinta y cinco mil yenes es el precio por un recuerdo
diferente.
Akihabara es
la zona de la electrónica. Hay galerías con cientos, miles, de
novedades tecnológicas. Decenas de empleados atienden en cada
planta, en cada departamento. Videojuegos, almacenes de memoria,
diminutas pantallas, móviles e infinidad de aparatos que los no
aficionados a esta moda verán por primera vez. Tras la segunda
guerra mundial Akihabara, se convirtió en un mercado negro de
aparatos eléctricos, ahora es el escaparate de los últimos
inventos.
Una calle bajo
una autopista lleva hasta una gran avenida cortada al tráfico los
domingos. Grandes edificios tienen por fachada vallas publicitarias
de videojuegos, de cómic manga, de películas de animación.
Una
buena parte de los bajos están ocupados por locales de pachinko. En
las calles paralelas a la avenida, más estrechas y pobladas de
visitantes, viven docenas de cafés de sirvientas. A las puertas,
adolescentes disfrazadas de diferentes temáticas, reparten hojas de
reclamo para acudir a los cafés. Dentro, según dicen las hojas, las
chicas te hablan con dulzura, te dicen cosas agradables y hay
actuaciones musicales y concursos. Todo es demasiado extravagante
para la cultura occidental y demasiado normal para los jóvenes,
ellos y ellas, de Tokio.
Es la cultura Otaku, que anima a disfrazarse
como los héroes manga.
Como remate a
la excentricidad, un tipo pasea por la calle portando al hombro una
pareja de suricatas.
Japón es un
país de tradiciones orientales muy occidentalizado. También se
podría definir justo al revés. Las ciudades, las calles, los
templos, forman parte de un viaje que enseguida pasa a formar parte
de la vida. Una de las mejores páginas en la vida de quien lo
visita. Japón se hace querer, es muy fácil de llevar y complicado
de abandonar. Una vez que estás allí piensas que es el lugar que
todo el mundo busca para vivir. Si lo acaricias te ofrece una piel
esponjosa y, siempre, la primera sonrisa del amanecer.
Zaragoza, tu ciudad, mi ciudad, sigue al frente de buenas propuestas musicales. Tras la Expo, se ha llenado de salas de conciertos y eventos en directo que, a veces, duplican géneros y dividen espectadores, pero mantienen un círculo de ineludibles que acuden fieles a la cita del fin de semana.
Éste sábado, Lobos Negros, grupo puntero del rock'n'roll español vienen a Zaragoza a presentar nuevo disco. Traen una propuesta original y que a un servidor le agrada. Con la entrada, 10 euros, regalan el cd. Será en el Eccos de la calle Sevilla a las 21:30. El grupo Inspectores hará de telonero.
El sábado 14, también en el Eccos, nos visitan desde Australia Sweet Jean. Un aterciopelado alt-country acorralado por banjos y harmónicas. Los telonearán May Blossom.
El viernes 27 de septiembre un grupo que viene pisando fuerte en el ámbito del rock sureño aterriza en La Ley Seca. Son Hogjaw y tienen las mejores cualidades de Lynyrd Skynyrd.
El mismo día, en Arena Rock, Cuti presenta el nuevo vídeo que precede a su álbum "Cambia de lado". Tan convencido estoy que esto va a ser la bala en la recámara del gran músico zaragozano, que ya lo veo en las listas de éxitos. De los buenos éxitos.
Y el domingo 6 de Octubre, también en la Ley Seca, nos vuelve a visitar desde Nashville Stacie Collins, con su armónica, su country, su blues y su r'n'r.
Salimos
del hotel con tiempo suficiente para tomar el próximo tren hacia
Kanazawa, pero el tráfico está perezoso y cuesta alcanzar la
estación del Japan Rail. El taxista va tranquilo, sus manos están
protegidas por unos finos guantes blancos, los asientos del vehículo,
parte del salpicadero, de las puertas, también están revestidos por
inmaculadas telas blancas. Los japoneses no conducen como los
romanos. Son tranquilos, respetan las normas, no usan el claxon y
forman hileras para hacer giros que en los países latinos
destrozarían los nervios del conductor más flemático.
Los trenes en
Japón funcionan con una puntualidad que a veces preocupa. El andén
marca el espacio a cada viajero para que acceda a su lugar reservado.
Los que no lo tienen, suelen ocupar los dos últimos vagones. Los
vagones estacionan exactamente en el punto preciso donde los
pasajeros forman la fila de espera. Filas que todos respetan.
Kanazawa es
una ciudad costera del oeste de Japón. Llegamos al medio día y nos
alojamos en el Resol Trinity. Cerca de casi todo.
El Mercado de
pescados de Omicho es un laberinto de callejuelas interiores. Los
ejemplares que allí se venden son muy dispares en formas y tamaños
a los que se encuentran en cualquier mercado español. El Mar de
Japón, el de China o el Océano Pacífico tienen inquilinos muy
diferentes al Mediterráneo o al Atlántico. A la entrada del mercado
hay un enorme bloque de hielo para lavarse las manos. También para
refrescarse. Allí se puede comer. Cualquier puesto tiene una pequeña
barra donde te preparan los pescados que venden. Algunos todavía
colean. El mercado es un buen lugar para formarse ideas sobre la
población de la ciudad, del país. No solo hay personas de mediana
edad que cumplen con la función básica de llenar la despensa. Hay
gente joven que queda, va, viene y observa las adquisiciones del día.
Como si fuera un espectáculo más. Un concierto, una película o un
cómic manga. La gente, a veces, es incluso más interesante que el
más excepcional de los pescados.
El tesoro más
visitado de Kanazawa son los jardines de Kenroku-Ken. El nombre es
algo así como “jardín de seis”. Seis virtudes que posee y le
llevan a alcanzar la perfección: aislamiento, amplitud,
artificialidad, antigüedad, agua y buena panorámica. Hay rincones y
vistas de elementos entreverados que son difíciles de ver en
cualquier otro lugar. La piedra de pequeñas construcciones, el verde
de los árboles que se mezcla con tonos rojizos, la madera, el agua
que refleja todo lo anterior en estanques que devuelven otra
realidad, esos ingredientes que tanto se repiten en el Japón
tradicional, aquí están combinados, si cabe, con más elegancia.
El distrito de
las geishas, el Higashi Chaya-Gai son media docena de calles que
tienen todos los ingredientes para formar el lugar donde nunca ocurre
nada fuera de lo normal. Kanazawa es una ciudad tranquila, con pocos
turistas y gente convencional. Los comerciantes son amables y la
gente sonríe desde el portal de las casas. Se podría pensar que en
el fondo existe una furia contenida a punto de estallar en tus manos,
pero cuando un vecino sale a regar las plantas de su portal, las
mira, las toca y las cuida como si fueran parte de su ser, o un gato
rollizo se despereza ajeno a todo en mitad de la calle, piensas que
realmente te encuentras en el país de la inocencia.
En Kanazawa
utilizan láminas de oro para casi todo. Para decorar casas,
pasteles, boles de madera. También tienen una producción de
bollería tan dulce como sus modales.
Enfrente, el
distrito de Kazue Machiya gai, es un barrio de
calles tranquilas donde vive gente común que lleva una vida
demasiado común. Ya ha oscurecido y nuestros pasos resuenan en un
silencio que muestra caras a través de las ventanas. Nadie pisa las
calles. Una anciana, sentada en silla de ruedas al pie de la escalera
de un puente que cruza el Asanogawa, nos pide ayuda. Con gestos, sin
palabras, creemos entender que necesita cruzar el río. Cuando
estamos arriba del puente, nos indica un sitio donde dejar la silla y
allí, se sienta frente a la corriente de agua y de aire fresco y nos
ofrece, a nosotros y a la noche, una sonrisa de tener todo lo que
necesita.
Si hubiera que
catalogar a la humanidad en solo dos partes yo pondría a un lado a
los que escuchan música en formato de vinilo y en el otro a los que
no. En Japón no solo hay buenas tiendas de lo que aquí llaman
“records” sino que el material está en perfecto estado. De
vuelta al hotel, cuando el reloj se acercaba a la medianoche, nos
hicimos con un buen paquete a precio de ganga en una tienda con
demasiados parecidos a la que regentaba Rob Fleming en High Fidelity
de Nick Hornby.
Si hay algo
que no me gusta de Japón son sus coches. Al día siguiente, en un
concesionario Toyota, alquilamos un Allion con señora dando órdenes
en inglés a través de una pantalla, diciendo qué camino debíamos
tomar para llegar a nuestro destino. Todo incluido en el precio. No
le haremos mucho caso.
Manejar un
automático que no conoces y circular por la izquierda requiere unos
momentos de adaptación. Mientras salgo, miro la cara del empleado de
la compañía a través del retrovisor. No la olvidaré jamás.
Salimos fácil de Kanazawa y tomamos una autovía panorámica y de
peaje que bordea la costa oeste de Japón. La velocidad está
limitada en la mayoría de tramos a 80 km/h y los conductores lo
respetan. Eso permite admirar un paisaje salpicado de algún bañista
en las playas, casetas de madera construidas en la arena y verde.
Mucho verde. La idea es dejar la autovía cuando se aleje de la costa
y continuar por la ruta 249, una carretera secundaria que atraviesa
pequeños pueblos de pescadores y llega hasta nuestro destino:
Wajima, la población más importante de la península de Noto.
Algo que nos
viene sorprendiendo de Japón es la cantidad de trabajadores que hay
en cualquier negociado. En las obras y salidas de garage hay
permanentemente varios tipos que regulan el tráfico de los peatones
que pasean por la acera. En los centros comerciales, casi hay tantos
empleados como clientes. Y clientes hay muchos. Días más tarde, en
Tokyo, en una oficina de correos, no tendremos que esperar ni un
segundo a ser atendidos. En cuanto entramos, una empleada con muchas
dosis de amabilidad, se levanta y nos da la bienvenida. En el mes de
julio, los datos de paro en Japón estaban en el 3,8%. Solidaridad y
atención al cliente van cogidos de la mano.
Paramos en un
área de servicio. Varios empleados uniformados como agentes de
tráfico nos indican donde estacionar. En el parking hay un mapa de
la zona y un You are here, en carácteres Kanji. Preguntamos a
un chico aislado de sus amigos. Risas de vergüenza, compañeros que
renuncian, compañeros que vuelven. Al final, conseguimos entender el
nombre de la siguiente salida, miramos en el mapa y es una buena
opción para enlazar con la 249.
Cuando dejamos
la autovía vagamos durante casi media hora por caminos que unen
grupos de casas que forman pequeños pueblos. Señales de tráfico en
kanji nos hacen dudar y nos dan la oportunidad de ver lugares que no
visitan los circuitos, de ver gentes que no salen en las guías. Poco
después, una señal ya en romanji, nos dirige hacia Togi, pequeña
ciudad que envuelve una bahía en forma de media luna y da comienzo a
la costa de Noto-kongo.
A la salida de
Togi abandonamos la 249 y tomamos la 49 que sigue bordeando el
litoral. Desde allí hasta Monzen discurren unos veinte kilómetros
de acantilados, de casas con tejados de dos vertientes, de jardines
con bonsais, deáguilas apoyadas en vallas que separan el Mar de
Japón y la vida cotidiana de gente que vive de la pesca. En la ruta
hay un sendero bien delimitado enfrente de un pequeño párking.
Comienza con la estatua de un enorme búho y continúa mostrando como
el mar entra y sale de los escarpados precipicios, puertas rojas de
templos en rocas inaccesibles o panorámicas cada vez más
sorprendentes.
Poco después
de que la propia ruta 49 nos lleve a retomar la 249 aparece el
presumido pueblo de Monzen. No solo el templo budista Soji-ji es
interesante, recorrer las calles que salen de la segunda escuela zen
más importante de Japón, es conveniente para desentumecer los
huesos. Un puente de madera rojo precede a la puerta del templo.
Dentro, te sientes como si el tiempo no hubiera corrido, como si allí
dentro nunca fuera a ocurrir una fatalidad. No es un sitio que
provoque alegría, aunque tampoco piensas que nadie pueda ponerse a
llorar. Es un lugar como impasible, en el que desde el primer momento
que lo pisas, ya no deseas salir de ningún modo. Aunque si el
momento se alarga, puedes perfectamente llegar a desear no haber
entrado nunca jamás. Como todos los lugares sagrados o religiosos,
donde siempre encuentras devotos dispuestos a morir, o incluso a
malvivir por algo que no existe, porque no se ve, siempre es mejor
observarlo todo desde una prudencial distancia.
Si alguien
decide moverse por la zona en las fechas que nosotros lo hacemos, es
mejor reservar con antelación. Es la fiesta del Obon y la oferta
hotelera no es abundante y está completa. En Wajima nos alojamos en
un Ryokan, alojamiento
tradicional japonés, situado cerca de las confluencias de las
carreteras 1 y 249 que ya en el pueblo son calles. Una señora mayor
nos recibe. No habla ni una sola palabra de inglés. Dudamos de que
hable japonés. Nos lleva a la habitación, corre la puerta con
delicadeza, vuelve con dulces y té, vuelve a correr la puerta y se
va con mucha discreción, sin levantar la cabeza. Cuando decidimos
salir a visitar el pueblo nos enseña un onsen mientras echa sales al
agua hirviendo, nos quedamos, nos bañamos, nos preguntamos si
quedará algún ritual más. Nos contestamos que no. Cuando salimos a
la ciudad son más de las cinco de la tarde, las calles están vacías
y pronto los restaurantes llenos. Caminamos por el puerto, por la
zona nueva de la ciudad. Vemos lo que parece un bar, apartamos unas
cortinas, abrimos una puerta corredera. Dentro, un pequeño local con
cuatro obreros sentados en la barra, dos taburetes vacíos frente a
dos cazos con palillos cruzados encima. Es signo de sitio reservado,
pero nos cuesta entenderlo. Ahora paseamos por la zona vieja, nos
esforzamos en asomar nuestras cabezas en establecimientos escondidos
entre rejas, puertas y telas. Todos están desbordados. Volvemos al
ryokan. Antes de salir
estaban preparando buenos platos de marisco. Completo. Un chico nos
acompaña hasta un restaurante cercano, hace de carta de
recomendación y nos ofrecen dos sitios. Comemos buenos platos de
sashimi (similar al sushi, sin arroz) y al salir metemos los pies en
un onsen público de aguas termales. El silencio y la noche se han
colado en el pueblo y cuidan de la intimidad de los japoneses a la
hora de cenar.
Todas
las mañanas, hasta el mediodía, la calle principal de Wajima se
convierte en un mercado de pescados al aire libre. El calor aprieta y
ahoga, pero hay puestos de los que es imposible apartar la mirada.
Pulpos secos expuestos como telarañas, moluscos que no caben en la
palma de la mano, crustáceos vivos que se escapan de cajas de
corcho. Nos aprovisionamos de unas buenas raciones de golosinas de
mar que comeremos en el coche camino de Takayama. También de un par
de botellas de sidra de producción local.
Salimos
de la península de Noto por la carretera del interior, más rápida
que la del litoral. Llegamos cerca de Kanazawa hasta enlazar con la
Hokuriku Expy, la autopista que viaja hacia el este y luego hacia el
norte. El tráfico en nuestro sentido es fluido, pero en el contrario
los coches forman filas kilométricas. Al llegar a la salida de
Tonami dejamos la autopista e inmediatamente tomamos la carretera 156
que lleva hasta Takayama pasando por Gokayama y Shirakawa-go.
Los
dos distritos son zonas montañosas, de carreteras muy estrechas, de
pueblos Gasso y, ahora, de mucho turismo aunque soportable. Siempre
oriental.
La
ruta que se adentra en Gokayama desde el norte serpentea por
precipicios primero y luego por remansos de ríos. Tiene un puente
como el de San Francisco escondido entre bosques y montañas y está
salpicada de casas con techos de paja que forman los pueblos Gasso.
Su mayor atracción, además del paisaje. En menos de tres horas de
viaje hemos pasado del nivel del mar a casi dos mil metros de
altitud, con escenarios tan diferentes como la luna y el sol que casi
siempre está escondido tras pesadas nubes.
En
los pueblos Gasso todavía viven algunos campesinos, pero la mayoría
son tiendas de souvenir o locales de restauración. Están cuidados
con esmero, con esa opulencia discreta que muestra el Japón rural.
Cada piedra, cada casa, cada riachuelo, parecen estar puestos en el
sitio y momentos precisos. A pesar del sosiego que domina el carácter
japonés, hay letreros que llaman al visitante a una estancia
tranquila. Visitamos Suganuma y Ainokura, en éste, antes de llegar
al poblado, descubrimos un taller de papel washi.
En
Takayama dejamos el coche. El Toyota rent-a-car, está pared con
pared con nuestro hotel. Cuando salimos a la calle, mapa en mano, mi
GPS no funciona como es debido y tomamos la calle correcta en
dirección contraria del centro de la ciudad. Cuando entramos en un
conglomerado de calles con muchos carriles, áreas de supermercados y
gasolineras sabemos que no vamos por buen camino. Entramos en un bar
y tomamos una cerveza. Estamos en un barrio de clase media-baja.
Aunque aquí, en Japón, la clase baja es prácticamente inexistente.
Un error, una oportunidad. En el bar hay dos tipos que charlan y
beben cerveza. La camarera nos saca una foto, somos una especie en
extinción. La hija de la camarera está enganchada a un programa de
televisión, es un reportaje sobre el Ecce Homo de Borja. Se sabe la
historia de memoria. Intercambiamos algunas palabras mezcladas con
signos, tomamos unas tapas de judías verdes preparadas a modo de
cacahuetes, pasamos un buen rato.
Tomamos
la dirección correcta al centro de Takayama. Solo tenemos unas horas
para ver la ciudad. Como siempre, hemos dado más importancia al
camino que al destino. Un puente rojo cruza el Miyogawa, cristalino y
bien surtido de carpas. El puente hace de entrada al centro, la parte
más tradicional formada por las calles Ichi, Ni y San-no-Machi. Hay
destilerías de sake, además de buenos restaurantes, tiendas y una
considerable similitud con la parte antigua de Kyoto, aunque mucho
más pequeña. En esta zona hay garages con una altura excepcional
que guardan las carrozas (yatai) que se usan en el desfile de la
Takayama Matsuri. Muchas de ellas se pueden ver en el museo Yatai
Kaikan. La calle principal de la ciudad, la Kokubun-Ji-dori tiene la
misma función y perfil que la Shinjo-dori de Kyoto. La sensación de
que a Takayama la llegada de turistas occidentales le estaba restando
encanto tradicional iba ganando enteros conforme pisábamos sus
calles. La orientación de los negocios, sobre todo de restauración,
están más abiertos a la calle, sin cuidar la intimidad, aunque sin
perder ni un ápice de cortesía. La señal más convincente la
tuvimos en la recepción del hotel. El mismo tipo que nos atendió al
llegar por la tarde, por la noche nos proporcionó el hielo que
enfrió la sidra de Wajima y, a la mañana siguiente, nos sirvió
algas, salmón, arroz y sopa de un desayuno japonés. El rictus de su
rostro, sin ser tenso, no lucía demasiado relajado.
Japón tiene
muchos mitos. Unos antiguos como muchas de sus costumbres, otros tan
modernos como la tecnología que exporta desde la tercera revolución
industrial. Si me tengo que quedar con uno, me quedo con esa mezcla
de educación, cortesía y urbanidad de sus habitantes. No es una
amabilidad de cercanía, de distancias cortas y relaciones ágiles
que tanto prodigamos en los países latinos. Es una permanente
preocupación por los modales y el servicio. Por el no quejarse por
casi nada ni molestar al ser vivo más cercano. Si hay que ayudar, se
ayuda. Hasta el extremo de perder valiosos minutos de ese tiempo que
no existe en las grandes urbes, por solucionar problemas a
desconocidos cuando la barrera del idioma no da más de sí.
El mayor valor
de Japón, son los japoneses.
La Turkish
Airlines es una buena elección para viajar a Japón y te da la
oportunidad de pasar una noche en Estambúl aprovechando la escala.
Lo pensamos demasiado tarde y dejamos pasar la oportunidad.
Aterrizar en
un aeropuerto de Japón, no es aterrizar en un aeropuerto de Estados
Unidos. Los gritos, órdenes, empujones y caos del oeste son la
delicadeza, organización y trato exquisito del este. En menos de
veinte minutos salimos del avión, pasamos el control de pasaportes,
foto, recogida de maletas y tomamos tren para Kyoto (hora y
media/unos 24 euros).
Los taxis de
Kyoto te llevan a cualquier lugar que esté a menos de 2 km por 690
yenes (algo más de 5 euros). No abrir puertas, no cerrar puertas.
Todo es automático. El que nos llevó al hotel nos mostró las
primeras imágenes de un Japón que engancha fácil. Una nota: en
Japón no se atan las bicicletas. En Japón la gente no roba. En
Japón se respeta al vecino. En Japón el engaño, los ventajistas,
no tienen reconocimiento social.
Una buen sitio
para alojarse es el Royal Park Hotel The Kyoto, en Sanjo Dori. Sus
alrededores tienen lugares interesantes y gente interesante. Cerca,
bajo uno de los puentes que cruzan el Kamogawa, muchos nativos se
juntan con no pocos foráneos y allí la gente bebe, rasguea
guitarras, huye del calor y, muy de vez en cuando, se pelea.
Salir a las
calles de Kyoto en agosto es como introducir la cabeza en un horno a
trescientos grados mientras por algún orificio libre del cuerpo te
conectan un géiser en erupción. El ambiente, literalmente, quema.
Incluso a las diez de la noche. “El aire está más húmedo que
nunca. Me suda la nuca, me suda la cara. Me seco la nuca. Me seco la
cara.” (David Peace en “Tokio Año Cero”. Una novela que no hay
que dejar de leer)
Una discusión
entre dos amigos terminó en pelea sin golpes. Agarrones, malas
llaves de judo y algún empujón llevó a los dos chicos al suelo.
Mientras otro los separaba, una amiga llamaba a la policía. Vinieron
agentes como si se hubiera cometido un crimen. Uno de los implicados,
perdió la compostura. Ver a un japonés irritado no tiene precio.
Paseamos por
Pontocho y Kiyamachi-dori, zona de ocio. Zona donde la gente de la
ciudad se relaciona, bebe, cena y para ello se pone sus mejores
galas. Son dos calles que discurren paralelas al río. Pontocho tiene
bares y restaurantes por encima de la media de precios y, supongo, de
calidad. No entramos en ninguno. Kiyamachi-dori es más populachera.
Más pantalón corto, más minifalda, más colonia barata. Nos
paramos frente a un cartel que anuncia platos a buen precio. Una
chica se asoma por una ventana empañada de humo de plancha. Una
sonrisa y un gesto de “hey, entrad, aquí está lo que buscáis”.
Entramos. Es un antro dirigido por una pareja que regala simpatía.
El chico maneja la plancha delante nuestro mientras bebemos una jarra
de cerveza helada. Corta, trincha, rasca grasa, da vueltas y más
vueltas. Todo en una superficie tan impoluta como las calles de
Kyoto.
La
arquitectura de la parte antigua de Kyoto es piedra, es madera, es
agua y es papel wasi, un papel que se puede ver en todo Japón. Igual
que el resto de elementos anteriores. Los japoneses no iluminan sus
vidas ni sus calles ni sus casas para deslumbrar. Lo hacen con esa
sutileza que regala la posibilidad de adivinar las sombras escondidas
tras las luces. De mostrar sin enseñar. Pasear por la noche por
cualquier calle del Japón tradicional es aguzar la sensibilidad y
despertar sentidos hasta entonces dormidos.
No somos de
museos, no somos de templos ni de iglesias, no somos de ese
sightseeing tradicional. Somos más de mercados, de barrios populares
para callejear y de bares de trabajadores. Aun así, hay lugares
donde todo el mundo va, imposibles de ignorar.
Se puede
elegir el mercado de Nishiki, en pleno centro de la ciudad, como
estimulante matinal y hacedor de huellas difíciles de borrar. Allí,
como el resto de los días que estemos en Japón, nunca dejaremos de
oír la palabra Irasshaimase!!! un
¡bienvenido! entonado, más bien cantado, que se pega como una
canción de verano. En el mercado se puede almorzar, hacer la compra
de la semana o ver extraños ejemplares de pescado escondidos entre
el hielo.
Un
paseo que nadie se puede perder en Kyoto es el que discurre por el
sur de Higashiyama, a pesar de ser la zona más frecuentada por los
turistas. Templos, parques, casas tradicionales y calles, incluso,
más pulcras que el resto de la ciudad.
En
las calles de Kyoto, y en general de todo Japón, la limpieza es
obsesiva. Caminar por Kyoto no es caminar por una gran ciudad, es
pasear por el salón de una casa cuidada con esmero y dedicación.
Los japoneses utilizan la manguera a presión para sacar la última
gota de polvo del último recoveco. Los japoneses limpian cada rincón
de su espacio, cada rendija, cada baldosa. Todo está pulido hasta
conseguir un lustre que permita comer en el mismo suelo.
Los
chicos de la guía de Lonely Planet, esos que viven de las comisiones
de las grandes cadenas hoteleras y buenos restaurantes, recomiendan
Higashioji-dori para comenzar el recorrido del sur de Higashiyama. Yo
lo recomendaría porque justo en esa calle hay un buen mercadillo de
cerámica japonesa a buenos precios. Es de esos lugares donde algunos
venden lo que hacen con sus propias manos y otros venden lo que ya no
les sirve. El lugar ideal antes de subir las calles y bajar las
escaleras del distrito que nosotros terminamos en Shijo-dori, para
enlazar con el distrito de Gion.
Gion
tiene buenos restaurantes, buenos salones de té y te puedes
encontrar un par de geishas bajando de un taxi y entrando a un local
de lujo en una calle de lujo. Fue en Shimbashi. Todo lo vimos desde
esa distancia que permite observar sin ser visto.
Antes
de bajar al puente del Kamogawa con nuestras cervezas, cenamos en un
restaurante con unos camareros y un público, uno, interesantes de
contemplar. El único cliente pidió la carta y se bebió el vaso de
agua de cortesía que ofrece cualquier restaurante japonés. El tipo
cambió varias veces de silla alrededor de la misma mesa, se levantó,
se quedó unos interminables segundos observándonos. Mirándonos
directamente a la cara. Y se fue. No era oriental, era occidental. La
misma camarera a la que tanto le extrañó la situación, fue la que
luego se quedó como una estatua a nuestras espaldas preparada para
una rápida atención. Al salir, pagamos con dos mil yenes (unos 16
euros). El camarero que hacía las veces de cajero, sacó una esponja
antigua para humedecer la yema del dedo, contó con determinación
los dos billetes, primero uno, luego otro, y nos dio el cambio. El
restaurante lo bautizamos como “el de los Vencedores”. Como un
lugar de reunión de los chicos del General McArthur al final de la
Segunda Guerra Mundial. Los años de la ocupación.
A
la mañana siguiente la humedad es insoportable. El calor duele y es
casi imposible caminar. Esperamos veinte minutos un autobús. Cerca
del hotel. Tras una hora nos deja en el distrito de Arashiyama. Un
puente, el Togetsu-kyo, protege de los turistas a tortugas, garzas,
patos y un río casi seco. El paisaje que forman la verde vegetación
y la bruma de un cielo cargado de bochorno dificultan hasta respirar.
Elegimos el bosque de bambú que rodea el templo de Tenryu-ji. Una
senda de un par de kilómetros de una escena imposible de encontrar
en occidente. Los troncos de bambú se yerguen hacia el cielo hasta
ocultarlo. Son longilíneos rascacielos verdes en busca de luz.
Delgados y fuertes. El sendero es estrecho, baja y sube con decisión
y los poros de la piel rezuman las últimas gotas de agua corporal.
En mitad del camino nos encontramos un veterano japonés que vivió
un par de años en Santo Domingo de la Calzada (Rioja). También
estuvo en Zaragoza. Vende postales que pinta él mismo. Algunos se
las encontrarán al abrir su buzón en unos días.
En
la zona de Arashiyama hay varios templos, parques y casas
interesantes, además del bosque de bambú. Pero no nos interesaron
tanto.
Desde
allí, otro trayecto de media hora con cambio de autobús, nos lleva
hasta el Kinkaku-ji, el Templo Dorado. Uno de los lugares más
visitados no solo de Kyoto, sino de todo Japón. Podemos dar fe de
ello. El templo no sería nada sin el entorno que lo rodea. El
entorno no sería nada sin el templo dorado. Todo parece que haya
sido elegido al milímetro. La naturaleza y el trabajo del hombre,
esta vez, han sido eficaces. La construcción, de madera, se levanta
sobre un estanque. El reflejo en el agua es de un amarillo pajizo y
se mezcla con las sombras de los árboles de la orilla y de isletas
naturales. Todo es piedra, todo es agua, todo es madera. Todo es
verde. Todo es oro. “Nos secamos la nuca, nos secamos la cara”.
Nara
está a menos de una hora de Kyoto. Activamos el Japan Rail Pass de
siete días y el calor no remite. El calor se viene con nosotros o ya
está en Nara. La ciudad no tiene un barrio de geishas o un Gion o
una calle Pontocho. Nara, que fue la primera capital de Japón, tiene
una interminable área donde terminan parques y empiezan bosques
todos poblados de ciervos, de templos, de museos y de gente. Los
ciervos, que ya no son ciervos porque viven como y con los humanos,
han perdido cualquier signo de libertad. De dignidad. Comen en tu
mano y roban lo que pueden. Se dejan tocar, manosear y saltan como un
perrillo faldero en busca de galletas hechas especialmente para
ellos. Como si del retrato social de una comunidad de personas se
tratara, puedes encontrar grupos que viven en los templos menos
visitados, que no entran en contacto con los visitantes, que
prefieren la soledad. Que prefieren vivir como ellos han elegido. Son
los menos, la minoría que existe en cualquier lugar.
En
los parques, en los bosques de Nara, hay muchos rincones para
visitar. Pagodas y construcciones de madera, escaleras de piedra,
senderos desiertos donde perderse. El Daibutsu-den, la mayor
construcción de madera del mundo que un día se tragó uno de los
mayores budas de bronce, es un sitio para perderse pero no en
soledad. La entrada la protegen las estatuas de dos gigantescos
guerreros tan reales como amenazantes. Un verde prado lleva hasta el
pabellón, que a veces abre una enorme ventana superior para mostrar
los ojos del Buda. Dentro, las dimensiones de la figura, de 16metros
de alto y un peso en bronce de 437 toneladas y 130 en oro, sobrecoge.
Nara
tiene galerías comerciales que son calles de la ciudad, al estilo de
Kyoto. Techos abovedados y lámparas que recuerdan mejores tiempos
pasados y un futuro complicado, pero prometedor. Como en el resto del
mundo.
Último
jueves de junio. Tres de la tarde. El calor no ahoga, pero aprieta.
Salimos de Zaragoza. Suena Dion & The Belmonts en la carretera.
Huele a asfalto, a llantas que se agotan. Vehículos rellenos de
gente que van o vienen de vacaciones. Domínguez, desde el asiento de
atrás, observa todo a través del humo de su bisonte. Nosotros dos,
delante.
Yo
manejo.
-¿Va
cómodo? -le pregunto.
Domínguez
fuerza una mueca que intenta transmitir amabilidad. Pero no le sale.
Lo
miramos.
Nos
miramos.
-¿Me
lees? -pregunto.
-Claro
-oigo contestar.
Domínguez
nos mira de reojo.
Pasamos
por Calatayud. Un pitillo. Un descanso de la lectora.
-¿Dónde
vamos? -pregunto.
-A
Madrid. A presentar Estúpidos y Felices -oigo responder.
Domínguez,
ahora sí, se acerca a nuestros asientos y nos enfila a cada uno con
un ojo.
-No
me gustan las presentaciones en sociedad, capullos -son sus primeras
palabras tras una hora de viaje. Serán las últimas.
Durante
la hora y media siguiente no escucho nada más que la lectura de
Estúpidos y Felices. Domínguez fuma y de vez en cuando da un trago
a su petaca. Luego, un espasmo. Hace como que no, pero nosotros
sabemos que le gusta.
Al
llegar a Guadalajara comienza un desfile de centros comerciales,
naves industriales que ya no producen y colmenas residenciales que no
se venden. Hago el último intento.
-¿Contento
de volver al Foro?
Que
te jodan, mascachapas. Le leo el pensamiento.
Parece
que el resto del mundo ha quedado en Madrid a la hora en que nosotros
entramos. No hay lectura. Suena Burning.
Llegamos
al hotel. Una habitación doble. Domínguez piensa que Madrid es el
mejor lugar para pasar la noche en vela. Aunque tampoco lo dice.
En
la Plaza Dos de Mayo, en Malasaña, hay bares, terrazas, puestos y
mucha gente con ganas de vivir la vida bien vivida. Una cerveza y un
reencuentro casual tras muchos años. Unas cervezas muy frías y un
Dyc sin hielo.
Muchos
esfuerzos después conseguimos despegar a Domínguez de la silla y el
vaso de whisky. Llegamos a librería Arrebato.
Mónica,
Lou y Luis llegan. Besos. Abrazos. Sonrisas sinceras. Luego llega
Escu. Una enciclopedia curtida en la calle. En la puta calle. Más
cervezas.
Llega
la hora. Domínguez se deja querer por un rincón. Nadie lo ve. Ni a
él ni a su petaca.
Yo
comienzo a hablar y pienso en la gente que me escucha. Miro sus
caras, sus poses. No los conozco, pero a los cinco minutos todos
parece que llevemos allí media vida.
La
miro. Me mira. Nos miramos. Todo va bien.
A
Escu lo veo feliz.
Luis
y Lou salen a escena. A Luis le gusta el lenguaje. A Lou la Doña.
Versionean Malagueña Salerosa de Chingón. Lou tiene una voz
con la que podría hacer añicos un par de miles de copas de cristal.
Luis un cuerpo pequeño donde parece imposible que quepan un corazón
tan grande y un ingenio tan lúcido. Lou interpreta Caminando,
Luis, La Razón de la Tristeza.
Tres temas y dos músicos de lujo, para un público, también de
lujo.
Fotos, tragos de matequila y guitarras enfundadas.
Malasaña espera.
La calle huele a cerveza, a gente que espera lo mejor
de la noche. Domínguez está en casa, pero se siente extranjero. No
tiene cabida en este mundo. Anda a rebufo del grupo. Donde nadie lo
ve. Un bar, unas copas. Conversaciones amables. Gente desconocida y
muchas cosas que contar. Sin riesgo de aburrir. Como la música que
se escucha por primera vez.
Otro bar, más cervezas. Toni y Javier, La Frontera,
son los primeros en cruzar el límite del bien y del mal.
¿Y la Vía Láctea?, pregunto. No es lo que era, me
dicen. Vamos, digo.
No es lo que era.
Domínguez no está de acuerdo, pero decidimos evitar
los bares y bebemos en casa de la hermana de un amigo. Casa Mónica.
Las afinidades existen o no existen. Puedes convivir
con personas con las que ni el paso del tiempo logra engancharte al
vagón de su devoción. Con otras, únicamente son necesarios un par
de gestos y una actitud para decidir que esos que hace unas horas
eran gente desconocida, ya son amigos. Esta noche, en Madrid, hemos
hecho buenos amigos.
La Autovía de Andalucía lo es al principio de
Castilla La Mancha. Algún molino de viento a los lados. Domínguez
se agita en el asiento de atrás luchando contra sus fantasmas. Cual
Quijote en un delirio. Hace seda a pierna suelta tras una noche en
vela. Sois unos soplapavas, nos dijo cuando nos fuimos a dormir
La Andalucía morisca ya no está separada del Norte
por el Puerto de Despeñaperros. La modernidad y la seguridad han
vuelto a este país y los clanes de bucaneros que lo habitan,
aburrido y cargante. Suena Loco Lunático, de Luis Auserón.
En Bailén enfilamos hacia la Alhambra y dejamos a
diestra la mezquita de Córdoba.
En Granada, a los pies del Albaicín, nos esperan
Barrakus y Ana María. Esa clase de amigos que el tiempo, después de
mucho pasar, todavía nos permite seguir descubriendo afinidades.
Ginés, librero de Nueva Gala, combina simpatía
andaluza y competencia germana. Entre unos cuantos fieles seguidores
de la librería, del rugby y del rock'n'roll la reunión en la
coqueta sala de presentaciones es nutrida. Barrakus, que se descubre
haciendo la introducción, piensa de mí lo mismo que yo pienso de
él. Afinidades conocidas.
Tras la presentación, más bares. Uno de rugby con
gente que habla de rugby. Un camarero con los modales de un caníbal.
Cerveza y tapas. Un jugador con la pista perdida hace tiempo,
Antonio. Domínguez odia el deporte.
Poco después y pocas calles más allá, un bar de
rock'n'roll. El blus (sin la e). Más gente desconocida unida por un
riff de guitarra de mediados del siglo pasado. Suena, nos miramos, lo
imitamos. Como si cada uno de nosotros fuera el mismísimo Johnny
Burnette que sale por el stéreo. Ron y cola, suelas de zapatos que
golpean el suelo y conversaciones sobre personas comunes. Isa, Javi y
Jota, afinidades unidas por una música que nunca morirá.
La mañana siguiente pesa. Domínguez huele muy mal.
Son dos días de verano sin ducharse más los que arrastraba antes de
salir. Café y tostadas para despedir a Barrakus. Domínguez nos mira
con asco desde la mesa de al lado. Bebe un Dyc sin hielo.
Buscamos la costa dirección Motril. Al llegar, giramos
a nuestra izquierda. Subimos por el litoral almeriense, por una
carretera salpicada de pueblos. Algunos están aprisionados entre un
mar de plástico y el Mediterráneo. Tan estrechos que las calles no
pueden huir. Ni sus vecinos de ellas. Suena Es Necesaria Una
Navaja de Luis Auserón.
El Ejido es un pueblo que no parece el típico pueblo
de la geografía española. Casas muy bajas y un rascacielos que hace
que parezcan todavía más bajas. Sus vecinos han llegado desde
lugares muy diferentes. Hoy están de fiesta.
En la Plaza Mayor hay una librería elegante y
laureada. Una pareja, Matilde y Manuel, nos obsequian a la llegada
con el mejor de los regalos: una conversación de cadencia sosegada e
ininterrumpida. Son dos libreros que muestran un arma sencilla y
contundente: la pasión por los libros. Llega Laura. Toñi nos
dispara con su cámara. El local se va llenando poco a poco de
parroquianos. Todos muestran sus sonrisas preferidas, como la mañana
almeriense. Los momentos son de una cordialidad tan sincera que
cuesta abandonarlos. Los diálogos no tienen fin, pero el tiempo
apremia.
Almería es una ciudad con una arquitectura setentera,
con unos ciudadanos que mantienen la familiaridad de aquellos años.
Como si el tiempo pasara más despacio y solo unos pocos tiraran de
la soga de la transformación, pero el otro extremo estuviera todavía
lejos. No existe tanta prisa como en el resto de la península, y es
de agradecer. Si se conocieran sus entrañas y no solo su perfume,
muchos miles la elegirían como su retiro dorado.
En la Plaza Balneario San Miguel, Librería Zebras es
un volcán en erupción. En pocos meses la lava ya alcanza a todo un
barrio. Pronto, la ciudad entera estará contagiada por el calor y la
energía de Belén y todo el equipo que la acompaña. Suena la BSO de
Estúpidos y Felices, el público bebe matequila y nosotros, a ocho
centenares de kilómetros de casa, nos sentimos como si ya
estuviéramos en ella.
Tras la presentación, diálogos en múltiples
direcciones. Invitaciones para no volver: La Manga, Granada, Cabo de
Gata y la propia Almería.
On the road.
Dominguez se acerca, donde los dos lo podamos ver con
claridad. Suena Luis Auserón.
-Me habéis jodido cuatro días de mi puta vida,
fantoches. Y pon rocanrol, capullo. Rocanrol con C de castizo.