15 de mayo de 2013

DYNAMOS: LA REALIDAD SUPERA A LA FICCIÓN

Aragón es una tierra de espaldas contraídas por el frío en invierno, de figuras encorvadas que luchan contra el cierzo y rostros escondidos tras cuellos de abrigos subidos más allá de la boca. Aragón es un verano de pasos desganados en busca de sombras que no existen, de bochorno que no refresca la noche y de siestas pasadas por el agua del sudor. Desde fuera a las gentes de Aragón las definen de trato fácil, incluso hospitalarias. Los de fuera no adivinan las distancias de nada que hay entre cada pueblo de Aragón. Los silencios que se prolongan durante kilómetros de aridez y sequedad. 
 
Zaragoza es un poco todos esos pueblos de Aragón juntos en una urbe de arquitectura funcional, gris y setentera. La gente que vive en Zaragoza es discreta y suele guiar sus pasos pensando en el qué dirán y en el cómo no llegar a ser ni más ni menos que nadie. 
 
Zaragoza siempre ha tenido gente que le ha sacado brillo a ese paletismo militante. En los ochenta hubo bares como el Inter, la Metro, Paradys y luego En Bruto que cambiaron hábitos y conductas establecidas por otros bares que impusieron la moda del vaso de tubo y el baile fácil. Los tipos que pasaban las noches en aquéllos bares, los primeros, vivieron algo que no se vivió en ciudades incluso más grandes. De allí salieron grupos, muchos grupos, que fueron la cantera musical de la ciudad durante mucho tiempo. De Golden Zippers, luego Mas Birras, hasta Héroes del Silencio. Por allí gambeaban Manolo, Gonzzo y Paco. Luego, un poco más tarde, se les unió un niño de nombre Cuti que siempre dijo que quería vivir de la música.
Cuando escribo, intento huir de Zaragoza buscando espacios lejanos que me hayan hecho sentir bien.

Desgranando la trama de Estúpidos y Felices me derrotó un sentimiento de culpa por no dedicar un mínimo espacio a mi ciudad. A mi tierra. Cuando un personaje de la novela, el subinspector Domínguez, viaja de Barcelona a Estella busco el oportunismo y le hago pasar una noche toledana en Zaragoza. En el 2008. Tiene que cenar. En El Tubo, claro, me dije. Por supuesto, El Limpia. ¿Y luego, qué? Un concierto. Un concierto de rock'n'roll. La ducha de la mañana siguiente me dio el nombre: Dynamos. El reencuentro. Un deseo de muchos y de ellos, los Dynamos, no cumplido.

Todavía no sé si la gente de Zaragoza que se propone sacar los pies del tiesto o la cabeza del agua, osea triunfar, no lo consigue por una cuestión de indiferencia foránea o por una envidia local acomodada desde los tiempos de los tiempos. Ese no ser menos que nadie, pero que tampoco nadie sea más que yo. Ese quítame un ojo para que a mi vecino le quites dos, si es que se va a llevar el doble que yo. Los Dynamos lo intentaron. Cuti, por su cuenta, lo ha intentado. Han recorrido carreteras, dormido en moteles, pisado escenarios de media España. En todos reconocidos, en todos felicitados. Excepto raras excepciones, los halagos y las críticas siempre han estado muy por encima de los contratos.

En otra ducha, con la novela terminada, me respondí a una pregunta que todavía no me había hecho. Estos tíos tienen que volver a tocar juntos. Los Dynamos son como cuatro viejos osos panda dispuestos a dejarse querer, aunque tampoco son muy amigos de enternecerse en público. Una cena, muchas copas y el motor comenzó a arrancar. En un momento parecía que se gripaba, más por pasiva que por activa, pero una reunión en el Arena dejó el camino despejado y encarrilado.


Este viernes 17 de mayo se vuelven a reunir para nunca más tocar juntos. Para algunos será como ver el viejo álbum de fotos de una familia desconocida mientras buscan tesoros en un mercadillo callejero. Para otros será recordar unos amigos, una época y una ciudad que nunca se quedarán atrás, porque el viernes, en La Casa del Loco, todos estaremos allí. Recordando nuestros viejos tiempos que son tan buenos como los nuevos. Y los que vendrán y todavía no conocemos.

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