21 de septiembre de 2012

UN PASEO POR EUROPA (Y II)

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Munich son Flohmarkts. Munich es Dachau. Munich es el Hauptbahnhof.

Uno de los deportes preferidos de los vecinos de Munich es vender sus propias pertenencias. Las que han conservado durante muchos años de sus vidas e incluso las heredadas de sus antepasados. También compran. Y vuelven a vender. Es un especie de pasatiempo y lo tienen bastante bien organizado. En Daglfing, en un hipódromo de carreras de caballos con tiro, los fines de semana es una fiesta de baratijas, ropa y objetos locales. Desde las 6 de la mañana de los sábados y domingos gente peculiar con interesantes piezas se reúnen para que otros las vean, toquen y negocien precios. Se puede pasar una jornada mucho más instructiva sobre la vida bávara que en cualquier museo. La vida de la gente real, de los trabajadores, no de artistas, líderes ni gente importante. Y te puedes relacionar con ellos como lo harías con cualquier vecino de tu casa. Incluso mejor.
Hay un bar, elemento importante en esta clase de lugares, donde puedes comerte un bratswurt y beberte una buena cerveza en una jarra comprada en el mismo mercadillo. Las hay de todos los diseños, épocas y precios.


La puerta de entrada a Dachau, la original, que está a pocos metros de lo que ahora es el centro de visitantes del antiguo campo de concentración nazi, tiene poco de acogedora. De agradable. “El trabajo os hará libres” dice en la verja de hierro que te da la bienvenida. El campo lo creó Himmler y fue el primero y modelo de muchos otros que vendrían después. Primero fueron activistas discrepantes con el régimen nacionalsocialista, luego judíos, más tarde combatientes. En total casi 200.000 personas pasaron por allí. Unas 40.000 murieron. 

El campo, ahora convertido en museo, está plagado de fotos, de películas y de objetos de aquél entonces. Los barracones, que fueron derribados, se reconstruyeron posteriormente para mostrarlos a los visitantes. Es sencillo imaginar un sólo día de vida allí. Tuvo que ser muy difícil soportarlo. Las imágenes de la liberación por el ejército aliado, son terribles. Alemania, al final de la guerra, estaba hundida económicamente. No disponían de medios ni dinero para enterrar a los muertos. Ni carbón para quemarlos. Los cadáveres son amasijos de huesos retorcidos en posturas imposibles. Cráneos y pómulos sin carne. Sólo la piel protegía a eso que encontraron los primeros que entraron y que no parecían personas. Una bandera republicana española, al final de un vídeo, terminando la visita, pone la piel de gallina.
Para muchos que no tuvieron la suerte de ver aquél día, el intento de escapada con resultado de muerte, fue la verdadera liberación. Abandonar el sufrimiento por un futuro anónimo era la mejor de las opciones.

El Hauptbahnhof es de esos sitios que te apetece visitar después de leer en una guía escrita por intelectuales progresistas, que “estamos ante un barrio decadente y arriesgado”. Allí hay putas, inmigrantes y currantes que se emborrachan. Es de suponer que es la decadencia a la que se refiere el tipo que así lo califica. Algún menda que vive en alguna zona residencial y que solo escribe de paseos agradables por un centro histórico repleto de cafés, también muy agradables, y rellenos a su vez de pisaverdes y gente vestida con mucho gusto. Al menos con ropa muy cara. En el Hauptbahnhof hay gente interesante, un buen bar con vídeos de boxeo y restaurantes orientales que te dan bien de comer por poco dinero. Sitios para sentirse muy bien, al lado de tipos que no gustan a los que escriben las guías de viaje.


El Ebro siempre me ha parecido un río de un tamaño considerable. Especialmente en mi ciudad, Zaragoza, y cuando pasa la frontera catalana. En la parte de Mora La Nova, donde las industrias lo intoxican, el río disfruta de buenos valles y juguetea con montañas que lo cuidan con mimo. Parece que te habla con un aire enfático. 
 
El Rhin tiene un caudal desmedido, es aristocrático en las formas y te engaña escondiéndose y mostrándose entre pueblos de casitas de azúcar y gente sana que viaja en bici. Desde Bingen hasta Coblenza en un ida y vuelta por estrechas carreteras y paradas en localidades, castillos, restaurantes y vistosas curvas se puede pasar una jornada de las de recordar. Sobre todo si, como el que suscribe, se realiza en buena compañía.

Un buen concierto de Tito & Tarántula en un club de motoristas te deja la cabeza con una marea que parece nunca vaya a terminar de bajar y un trozo de corcho por cara. Fue en Zellhausen, un pequeño pueblo de Frankfurt am Main, donde la gente bebía y mantenía modales palaciegos hasta que la bebida se apoderó de los modales. Los vasos volaron, los recipientes de basura se fugaron y la ambulancia trabajó a destajo. Hubo un poco de sangre, la normal en estos casos.
La noche se quedará mucho tiempo en la memoria.

Colonia es una ciudad casi mediterránea. No tiene casi nada de la arquitectura del Munich bávaro, ni de las ciudades que rodean el Rhin, ni siquiera de su apéndice Bonn, la antigua capital de la República Federal Alemana. Tampoco comparte sus costumbres. En Colonia hay mucho indigente, muchos bares y más fiesta que en la media del resto de Alemania. Como en toda esa parte del país también hay gente con mucho dinero y buenos coches. De los que solo se ven por allí.
Nos volvimos a unir al deporte de los Flohmarkts, costumbre también muy arraigada en la ciudad (http://www.koeln.de/koeln/einkaufen/flohmaerkte). Y al de los discos de vinilo. Un buen lugar para comprar, eso sí a precios de filón, es Parallel, en la Aachener Strabe, 5. Una de las tiendas más grandes y con más piezas de sonido analógico que creo haber visto.

La catedral de Colonia es tan gótica que cualquiera que nunca hubiera estudiado ni una sola página de arte en la escuela, sabría identificarla. Mide casi 160 metros y durante mucho tiempo fue el edificio más alto del mundo. Es estrecha, alargada, casi quijotesca, y por la noche las tenues luces que la iluminan contraen ligeramente el corazón, aceleran el pulso y entrecortan la respiración.

El Rhin también pasa por Colonia y a sus orillas, en la parte vieja de la ciudad, sus gentes aprovechan los pocos rayos de sol que les ha tocado en algún reparto mal hecho.
El viaje, son quince días que empiezan saliendo desde Barcelona en algún barco que te deja en Roma. Cuatro días después, se pasa por Mantova y se duerme en Verona. Luego otra noche en Innsbruck. Dos en Munich. Fin de semana por el Rhin y fin en Colonia y Bonn. La vuelta, un día de asfalto, estaciones de servicio y semáforos verdes tras pagar peajes por viajar. Al final, luces. Muchas luces que no abandonan el pensamiento hasta que poco a poco se van fundiendo con lo que pronto serán recuerdos. Recuerdos que ya nunca se irán.




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