Salimos
del hotel con tiempo suficiente para tomar el próximo tren hacia
Kanazawa, pero el tráfico está perezoso y cuesta alcanzar la
estación del Japan Rail. El taxista va tranquilo, sus manos están
protegidas por unos finos guantes blancos, los asientos del vehículo,
parte del salpicadero, de las puertas, también están revestidos por
inmaculadas telas blancas. Los japoneses no conducen como los
romanos. Son tranquilos, respetan las normas, no usan el claxon y
forman hileras para hacer giros que en los países latinos
destrozarían los nervios del conductor más flemático.
Los trenes en
Japón funcionan con una puntualidad que a veces preocupa. El andén
marca el espacio a cada viajero para que acceda a su lugar reservado.
Los que no lo tienen, suelen ocupar los dos últimos vagones. Los
vagones estacionan exactamente en el punto preciso donde los
pasajeros forman la fila de espera. Filas que todos respetan.
Kanazawa es
una ciudad costera del oeste de Japón. Llegamos al medio día y nos
alojamos en el Resol Trinity. Cerca de casi todo.
El Mercado de
pescados de Omicho es un laberinto de callejuelas interiores. Los
ejemplares que allí se venden son muy dispares en formas y tamaños
a los que se encuentran en cualquier mercado español. El Mar de
Japón, el de China o el Océano Pacífico tienen inquilinos muy
diferentes al Mediterráneo o al Atlántico. A la entrada del mercado
hay un enorme bloque de hielo para lavarse las manos. También para
refrescarse. Allí se puede comer. Cualquier puesto tiene una pequeña
barra donde te preparan los pescados que venden. Algunos todavía
colean. El mercado es un buen lugar para formarse ideas sobre la
población de la ciudad, del país. No solo hay personas de mediana
edad que cumplen con la función básica de llenar la despensa. Hay
gente joven que queda, va, viene y observa las adquisiciones del día.
Como si fuera un espectáculo más. Un concierto, una película o un
cómic manga. La gente, a veces, es incluso más interesante que el
más excepcional de los pescados.
El tesoro más
visitado de Kanazawa son los jardines de Kenroku-Ken. El nombre es
algo así como “jardín de seis”. Seis virtudes que posee y le
llevan a alcanzar la perfección: aislamiento, amplitud,
artificialidad, antigüedad, agua y buena panorámica. Hay rincones y
vistas de elementos entreverados que son difíciles de ver en
cualquier otro lugar. La piedra de pequeñas construcciones, el verde
de los árboles que se mezcla con tonos rojizos, la madera, el agua
que refleja todo lo anterior en estanques que devuelven otra
realidad, esos ingredientes que tanto se repiten en el Japón
tradicional, aquí están combinados, si cabe, con más elegancia.
El distrito de
las geishas, el Higashi Chaya-Gai son media docena de calles que
tienen todos los ingredientes para formar el lugar donde nunca ocurre
nada fuera de lo normal. Kanazawa es una ciudad tranquila, con pocos
turistas y gente convencional. Los comerciantes son amables y la
gente sonríe desde el portal de las casas. Se podría pensar que en
el fondo existe una furia contenida a punto de estallar en tus manos,
pero cuando un vecino sale a regar las plantas de su portal, las
mira, las toca y las cuida como si fueran parte de su ser, o un gato
rollizo se despereza ajeno a todo en mitad de la calle, piensas que
realmente te encuentras en el país de la inocencia.
En Kanazawa
utilizan láminas de oro para casi todo. Para decorar casas,
pasteles, boles de madera. También tienen una producción de
bollería tan dulce como sus modales.
Enfrente, el
distrito de Kazue Machiya gai, es un barrio de
calles tranquilas donde vive gente común que lleva una vida
demasiado común. Ya ha oscurecido y nuestros pasos resuenan en un
silencio que muestra caras a través de las ventanas. Nadie pisa las
calles. Una anciana, sentada en silla de ruedas al pie de la escalera
de un puente que cruza el Asanogawa, nos pide ayuda. Con gestos, sin
palabras, creemos entender que necesita cruzar el río. Cuando
estamos arriba del puente, nos indica un sitio donde dejar la silla y
allí, se sienta frente a la corriente de agua y de aire fresco y nos
ofrece, a nosotros y a la noche, una sonrisa de tener todo lo que
necesita.
Si hubiera que
catalogar a la humanidad en solo dos partes yo pondría a un lado a
los que escuchan música en formato de vinilo y en el otro a los que
no. En Japón no solo hay buenas tiendas de lo que aquí llaman
“records” sino que el material está en perfecto estado. De
vuelta al hotel, cuando el reloj se acercaba a la medianoche, nos
hicimos con un buen paquete a precio de ganga en una tienda con
demasiados parecidos a la que regentaba Rob Fleming en High Fidelity
de Nick Hornby.
Si hay algo
que no me gusta de Japón son sus coches. Al día siguiente, en un
concesionario Toyota, alquilamos un Allion con señora dando órdenes
en inglés a través de una pantalla, diciendo qué camino debíamos
tomar para llegar a nuestro destino. Todo incluido en el precio. No
le haremos mucho caso.
Manejar un
automático que no conoces y circular por la izquierda requiere unos
momentos de adaptación. Mientras salgo, miro la cara del empleado de
la compañía a través del retrovisor. No la olvidaré jamás.
Salimos fácil de Kanazawa y tomamos una autovía panorámica y de
peaje que bordea la costa oeste de Japón. La velocidad está
limitada en la mayoría de tramos a 80 km/h y los conductores lo
respetan. Eso permite admirar un paisaje salpicado de algún bañista
en las playas, casetas de madera construidas en la arena y verde.
Mucho verde. La idea es dejar la autovía cuando se aleje de la costa
y continuar por la ruta 249, una carretera secundaria que atraviesa
pequeños pueblos de pescadores y llega hasta nuestro destino:
Wajima, la población más importante de la península de Noto.
Algo que nos
viene sorprendiendo de Japón es la cantidad de trabajadores que hay
en cualquier negociado. En las obras y salidas de garage hay
permanentemente varios tipos que regulan el tráfico de los peatones
que pasean por la acera. En los centros comerciales, casi hay tantos
empleados como clientes. Y clientes hay muchos. Días más tarde, en
Tokyo, en una oficina de correos, no tendremos que esperar ni un
segundo a ser atendidos. En cuanto entramos, una empleada con muchas
dosis de amabilidad, se levanta y nos da la bienvenida. En el mes de
julio, los datos de paro en Japón estaban en el 3,8%. Solidaridad y
atención al cliente van cogidos de la mano.
Paramos en un
área de servicio. Varios empleados uniformados como agentes de
tráfico nos indican donde estacionar. En el parking hay un mapa de
la zona y un You are here, en carácteres Kanji. Preguntamos a
un chico aislado de sus amigos. Risas de vergüenza, compañeros que
renuncian, compañeros que vuelven. Al final, conseguimos entender el
nombre de la siguiente salida, miramos en el mapa y es una buena
opción para enlazar con la 249.
Cuando dejamos
la autovía vagamos durante casi media hora por caminos que unen
grupos de casas que forman pequeños pueblos. Señales de tráfico en
kanji nos hacen dudar y nos dan la oportunidad de ver lugares que no
visitan los circuitos, de ver gentes que no salen en las guías. Poco
después, una señal ya en romanji, nos dirige hacia Togi, pequeña
ciudad que envuelve una bahía en forma de media luna y da comienzo a
la costa de Noto-kongo.
A la salida de
Togi abandonamos la 249 y tomamos la 49 que sigue bordeando el
litoral. Desde allí hasta Monzen discurren unos veinte kilómetros
de acantilados, de casas con tejados de dos vertientes, de jardines
con bonsais, deáguilas apoyadas en vallas que separan el Mar de
Japón y la vida cotidiana de gente que vive de la pesca. En la ruta
hay un sendero bien delimitado enfrente de un pequeño párking.
Comienza con la estatua de un enorme búho y continúa mostrando como
el mar entra y sale de los escarpados precipicios, puertas rojas de
templos en rocas inaccesibles o panorámicas cada vez más
sorprendentes.
Poco después
de que la propia ruta 49 nos lleve a retomar la 249 aparece el
presumido pueblo de Monzen. No solo el templo budista Soji-ji es
interesante, recorrer las calles que salen de la segunda escuela zen
más importante de Japón, es conveniente para desentumecer los
huesos. Un puente de madera rojo precede a la puerta del templo.
Dentro, te sientes como si el tiempo no hubiera corrido, como si allí
dentro nunca fuera a ocurrir una fatalidad. No es un sitio que
provoque alegría, aunque tampoco piensas que nadie pueda ponerse a
llorar. Es un lugar como impasible, en el que desde el primer momento
que lo pisas, ya no deseas salir de ningún modo. Aunque si el
momento se alarga, puedes perfectamente llegar a desear no haber
entrado nunca jamás. Como todos los lugares sagrados o religiosos,
donde siempre encuentras devotos dispuestos a morir, o incluso a
malvivir por algo que no existe, porque no se ve, siempre es mejor
observarlo todo desde una prudencial distancia.
Si alguien
decide moverse por la zona en las fechas que nosotros lo hacemos, es
mejor reservar con antelación. Es la fiesta del Obon y la oferta
hotelera no es abundante y está completa. En Wajima nos alojamos en
un Ryokan, alojamiento
tradicional japonés, situado cerca de las confluencias de las
carreteras 1 y 249 que ya en el pueblo son calles. Una señora mayor
nos recibe. No habla ni una sola palabra de inglés. Dudamos de que
hable japonés. Nos lleva a la habitación, corre la puerta con
delicadeza, vuelve con dulces y té, vuelve a correr la puerta y se
va con mucha discreción, sin levantar la cabeza. Cuando decidimos
salir a visitar el pueblo nos enseña un onsen mientras echa sales al
agua hirviendo, nos quedamos, nos bañamos, nos preguntamos si
quedará algún ritual más. Nos contestamos que no. Cuando salimos a
la ciudad son más de las cinco de la tarde, las calles están vacías
y pronto los restaurantes llenos. Caminamos por el puerto, por la
zona nueva de la ciudad. Vemos lo que parece un bar, apartamos unas
cortinas, abrimos una puerta corredera. Dentro, un pequeño local con
cuatro obreros sentados en la barra, dos taburetes vacíos frente a
dos cazos con palillos cruzados encima. Es signo de sitio reservado,
pero nos cuesta entenderlo. Ahora paseamos por la zona vieja, nos
esforzamos en asomar nuestras cabezas en establecimientos escondidos
entre rejas, puertas y telas. Todos están desbordados. Volvemos al
ryokan. Antes de salir
estaban preparando buenos platos de marisco. Completo. Un chico nos
acompaña hasta un restaurante cercano, hace de carta de
recomendación y nos ofrecen dos sitios. Comemos buenos platos de
sashimi (similar al sushi, sin arroz) y al salir metemos los pies en
un onsen público de aguas termales. El silencio y la noche se han
colado en el pueblo y cuidan de la intimidad de los japoneses a la
hora de cenar.
Todas
las mañanas, hasta el mediodía, la calle principal de Wajima se
convierte en un mercado de pescados al aire libre. El calor aprieta y
ahoga, pero hay puestos de los que es imposible apartar la mirada.
Pulpos secos expuestos como telarañas, moluscos que no caben en la
palma de la mano, crustáceos vivos que se escapan de cajas de
corcho. Nos aprovisionamos de unas buenas raciones de golosinas de
mar que comeremos en el coche camino de Takayama. También de un par
de botellas de sidra de producción local.
Salimos
de la península de Noto por la carretera del interior, más rápida
que la del litoral. Llegamos cerca de Kanazawa hasta enlazar con la
Hokuriku Expy, la autopista que viaja hacia el este y luego hacia el
norte. El tráfico en nuestro sentido es fluido, pero en el contrario
los coches forman filas kilométricas. Al llegar a la salida de
Tonami dejamos la autopista e inmediatamente tomamos la carretera 156
que lleva hasta Takayama pasando por Gokayama y Shirakawa-go.
Los
dos distritos son zonas montañosas, de carreteras muy estrechas, de
pueblos Gasso y, ahora, de mucho turismo aunque soportable. Siempre
oriental.
La
ruta que se adentra en Gokayama desde el norte serpentea por
precipicios primero y luego por remansos de ríos. Tiene un puente
como el de San Francisco escondido entre bosques y montañas y está
salpicada de casas con techos de paja que forman los pueblos Gasso.
Su mayor atracción, además del paisaje. En menos de tres horas de
viaje hemos pasado del nivel del mar a casi dos mil metros de
altitud, con escenarios tan diferentes como la luna y el sol que casi
siempre está escondido tras pesadas nubes.
En
los pueblos Gasso todavía viven algunos campesinos, pero la mayoría
son tiendas de souvenir o locales de restauración. Están cuidados
con esmero, con esa opulencia discreta que muestra el Japón rural.
Cada piedra, cada casa, cada riachuelo, parecen estar puestos en el
sitio y momentos precisos. A pesar del sosiego que domina el carácter
japonés, hay letreros que llaman al visitante a una estancia
tranquila. Visitamos Suganuma y Ainokura, en éste, antes de llegar
al poblado, descubrimos un taller de papel washi.
En
Takayama dejamos el coche. El Toyota rent-a-car, está pared con
pared con nuestro hotel. Cuando salimos a la calle, mapa en mano, mi
GPS no funciona como es debido y tomamos la calle correcta en
dirección contraria del centro de la ciudad. Cuando entramos en un
conglomerado de calles con muchos carriles, áreas de supermercados y
gasolineras sabemos que no vamos por buen camino. Entramos en un bar
y tomamos una cerveza. Estamos en un barrio de clase media-baja.
Aunque aquí, en Japón, la clase baja es prácticamente inexistente.
Un error, una oportunidad. En el bar hay dos tipos que charlan y
beben cerveza. La camarera nos saca una foto, somos una especie en
extinción. La hija de la camarera está enganchada a un programa de
televisión, es un reportaje sobre el Ecce Homo de Borja. Se sabe la
historia de memoria. Intercambiamos algunas palabras mezcladas con
signos, tomamos unas tapas de judías verdes preparadas a modo de
cacahuetes, pasamos un buen rato.
Tomamos
la dirección correcta al centro de Takayama. Solo tenemos unas horas
para ver la ciudad. Como siempre, hemos dado más importancia al
camino que al destino. Un puente rojo cruza el Miyogawa, cristalino y
bien surtido de carpas. El puente hace de entrada al centro, la parte
más tradicional formada por las calles Ichi, Ni y San-no-Machi. Hay
destilerías de sake, además de buenos restaurantes, tiendas y una
considerable similitud con la parte antigua de Kyoto, aunque mucho
más pequeña. En esta zona hay garages con una altura excepcional
que guardan las carrozas (yatai) que se usan en el desfile de la
Takayama Matsuri. Muchas de ellas se pueden ver en el museo Yatai
Kaikan. La calle principal de la ciudad, la Kokubun-Ji-dori tiene la
misma función y perfil que la Shinjo-dori de Kyoto. La sensación de
que a Takayama la llegada de turistas occidentales le estaba restando
encanto tradicional iba ganando enteros conforme pisábamos sus
calles. La orientación de los negocios, sobre todo de restauración,
están más abiertos a la calle, sin cuidar la intimidad, aunque sin
perder ni un ápice de cortesía. La señal más convincente la
tuvimos en la recepción del hotel. El mismo tipo que nos atendió al
llegar por la tarde, por la noche nos proporcionó el hielo que
enfrió la sidra de Wajima y, a la mañana siguiente, nos sirvió
algas, salmón, arroz y sopa de un desayuno japonés. El rictus de su
rostro, sin ser tenso, no lucía demasiado relajado.
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