Japón tiene
muchos mitos. Unos antiguos como muchas de sus costumbres, otros tan
modernos como la tecnología que exporta desde la tercera revolución
industrial. Si me tengo que quedar con uno, me quedo con esa mezcla
de educación, cortesía y urbanidad de sus habitantes. No es una
amabilidad de cercanía, de distancias cortas y relaciones ágiles
que tanto prodigamos en los países latinos. Es una permanente
preocupación por los modales y el servicio. Por el no quejarse por
casi nada ni molestar al ser vivo más cercano. Si hay que ayudar, se
ayuda. Hasta el extremo de perder valiosos minutos de ese tiempo que
no existe en las grandes urbes, por solucionar problemas a
desconocidos cuando la barrera del idioma no da más de sí.
El mayor valor
de Japón, son los japoneses.
La Turkish
Airlines es una buena elección para viajar a Japón y te da la
oportunidad de pasar una noche en Estambúl aprovechando la escala.
Lo pensamos demasiado tarde y dejamos pasar la oportunidad.
Aterrizar en
un aeropuerto de Japón, no es aterrizar en un aeropuerto de Estados
Unidos. Los gritos, órdenes, empujones y caos del oeste son la
delicadeza, organización y trato exquisito del este. En menos de
veinte minutos salimos del avión, pasamos el control de pasaportes,
foto, recogida de maletas y tomamos tren para Kyoto (hora y
media/unos 24 euros).
Los taxis de
Kyoto te llevan a cualquier lugar que esté a menos de 2 km por 690
yenes (algo más de 5 euros). No abrir puertas, no cerrar puertas.
Todo es automático. El que nos llevó al hotel nos mostró las
primeras imágenes de un Japón que engancha fácil. Una nota: en
Japón no se atan las bicicletas. En Japón la gente no roba. En
Japón se respeta al vecino. En Japón el engaño, los ventajistas,
no tienen reconocimiento social.
Una buen sitio
para alojarse es el Royal Park Hotel The Kyoto, en Sanjo Dori. Sus
alrededores tienen lugares interesantes y gente interesante. Cerca,
bajo uno de los puentes que cruzan el Kamogawa, muchos nativos se
juntan con no pocos foráneos y allí la gente bebe, rasguea
guitarras, huye del calor y, muy de vez en cuando, se pelea.
Salir a las
calles de Kyoto en agosto es como introducir la cabeza en un horno a
trescientos grados mientras por algún orificio libre del cuerpo te
conectan un géiser en erupción. El ambiente, literalmente, quema.
Incluso a las diez de la noche. “El aire está más húmedo que
nunca. Me suda la nuca, me suda la cara. Me seco la nuca. Me seco la
cara.” (David Peace en “Tokio Año Cero”. Una novela que no hay
que dejar de leer)
Una discusión
entre dos amigos terminó en pelea sin golpes. Agarrones, malas
llaves de judo y algún empujón llevó a los dos chicos al suelo.
Mientras otro los separaba, una amiga llamaba a la policía. Vinieron
agentes como si se hubiera cometido un crimen. Uno de los implicados,
perdió la compostura. Ver a un japonés irritado no tiene precio.
Paseamos por
Pontocho y Kiyamachi-dori, zona de ocio. Zona donde la gente de la
ciudad se relaciona, bebe, cena y para ello se pone sus mejores
galas. Son dos calles que discurren paralelas al río. Pontocho tiene
bares y restaurantes por encima de la media de precios y, supongo, de
calidad. No entramos en ninguno. Kiyamachi-dori es más populachera.
Más pantalón corto, más minifalda, más colonia barata. Nos
paramos frente a un cartel que anuncia platos a buen precio. Una
chica se asoma por una ventana empañada de humo de plancha. Una
sonrisa y un gesto de “hey, entrad, aquí está lo que buscáis”.
Entramos. Es un antro dirigido por una pareja que regala simpatía.
El chico maneja la plancha delante nuestro mientras bebemos una jarra
de cerveza helada. Corta, trincha, rasca grasa, da vueltas y más
vueltas. Todo en una superficie tan impoluta como las calles de
Kyoto.
La
arquitectura de la parte antigua de Kyoto es piedra, es madera, es
agua y es papel wasi, un papel que se puede ver en todo Japón. Igual
que el resto de elementos anteriores. Los japoneses no iluminan sus
vidas ni sus calles ni sus casas para deslumbrar. Lo hacen con esa
sutileza que regala la posibilidad de adivinar las sombras escondidas
tras las luces. De mostrar sin enseñar. Pasear por la noche por
cualquier calle del Japón tradicional es aguzar la sensibilidad y
despertar sentidos hasta entonces dormidos.
No somos de
museos, no somos de templos ni de iglesias, no somos de ese
sightseeing tradicional. Somos más de mercados, de barrios populares
para callejear y de bares de trabajadores. Aun así, hay lugares
donde todo el mundo va, imposibles de ignorar.
Se puede
elegir el mercado de Nishiki, en pleno centro de la ciudad, como
estimulante matinal y hacedor de huellas difíciles de borrar. Allí,
como el resto de los días que estemos en Japón, nunca dejaremos de
oír la palabra Irasshaimase!!! un
¡bienvenido! entonado, más bien cantado, que se pega como una
canción de verano. En el mercado se puede almorzar, hacer la compra
de la semana o ver extraños ejemplares de pescado escondidos entre
el hielo.
Un
paseo que nadie se puede perder en Kyoto es el que discurre por el
sur de Higashiyama, a pesar de ser la zona más frecuentada por los
turistas. Templos, parques, casas tradicionales y calles, incluso,
más pulcras que el resto de la ciudad.
En
las calles de Kyoto, y en general de todo Japón, la limpieza es
obsesiva. Caminar por Kyoto no es caminar por una gran ciudad, es
pasear por el salón de una casa cuidada con esmero y dedicación.
Los japoneses utilizan la manguera a presión para sacar la última
gota de polvo del último recoveco. Los japoneses limpian cada rincón
de su espacio, cada rendija, cada baldosa. Todo está pulido hasta
conseguir un lustre que permita comer en el mismo suelo.
Los
chicos de la guía de Lonely Planet, esos que viven de las comisiones
de las grandes cadenas hoteleras y buenos restaurantes, recomiendan
Higashioji-dori para comenzar el recorrido del sur de Higashiyama. Yo
lo recomendaría porque justo en esa calle hay un buen mercadillo de
cerámica japonesa a buenos precios. Es de esos lugares donde algunos
venden lo que hacen con sus propias manos y otros venden lo que ya no
les sirve. El lugar ideal antes de subir las calles y bajar las
escaleras del distrito que nosotros terminamos en Shijo-dori, para
enlazar con el distrito de Gion.
Gion
tiene buenos restaurantes, buenos salones de té y te puedes
encontrar un par de geishas bajando de un taxi y entrando a un local
de lujo en una calle de lujo. Fue en Shimbashi. Todo lo vimos desde
esa distancia que permite observar sin ser visto.
Antes
de bajar al puente del Kamogawa con nuestras cervezas, cenamos en un
restaurante con unos camareros y un público, uno, interesantes de
contemplar. El único cliente pidió la carta y se bebió el vaso de
agua de cortesía que ofrece cualquier restaurante japonés. El tipo
cambió varias veces de silla alrededor de la misma mesa, se levantó,
se quedó unos interminables segundos observándonos. Mirándonos
directamente a la cara. Y se fue. No era oriental, era occidental. La
misma camarera a la que tanto le extrañó la situación, fue la que
luego se quedó como una estatua a nuestras espaldas preparada para
una rápida atención. Al salir, pagamos con dos mil yenes (unos 16
euros). El camarero que hacía las veces de cajero, sacó una esponja
antigua para humedecer la yema del dedo, contó con determinación
los dos billetes, primero uno, luego otro, y nos dio el cambio. El
restaurante lo bautizamos como “el de los Vencedores”. Como un
lugar de reunión de los chicos del General McArthur al final de la
Segunda Guerra Mundial. Los años de la ocupación.
A la mañana siguiente la humedad es insoportable. El calor duele y es casi imposible caminar. Esperamos veinte minutos un autobús. Cerca del hotel. Tras una hora nos deja en el distrito de Arashiyama. Un puente, el Togetsu-kyo, protege de los turistas a tortugas, garzas, patos y un río casi seco. El paisaje que forman la verde vegetación y la bruma de un cielo cargado de bochorno dificultan hasta respirar. Elegimos el bosque de bambú que rodea el templo de Tenryu-ji. Una senda de un par de kilómetros de una escena imposible de encontrar en occidente. Los troncos de bambú se yerguen hacia el cielo hasta ocultarlo. Son longilíneos rascacielos verdes en busca de luz. Delgados y fuertes. El sendero es estrecho, baja y sube con decisión y los poros de la piel rezuman las últimas gotas de agua corporal. En mitad del camino nos encontramos un veterano japonés que vivió un par de años en Santo Domingo de la Calzada (Rioja). También estuvo en Zaragoza. Vende postales que pinta él mismo. Algunos se las encontrarán al abrir su buzón en unos días.
En
la zona de Arashiyama hay varios templos, parques y casas
interesantes, además del bosque de bambú. Pero no nos interesaron
tanto.
Desde
allí, otro trayecto de media hora con cambio de autobús, nos lleva
hasta el Kinkaku-ji, el Templo Dorado. Uno de los lugares más
visitados no solo de Kyoto, sino de todo Japón. Podemos dar fe de
ello. El templo no sería nada sin el entorno que lo rodea. El
entorno no sería nada sin el templo dorado. Todo parece que haya
sido elegido al milímetro. La naturaleza y el trabajo del hombre,
esta vez, han sido eficaces. La construcción, de madera, se levanta
sobre un estanque. El reflejo en el agua es de un amarillo pajizo y
se mezcla con las sombras de los árboles de la orilla y de isletas
naturales. Todo es piedra, todo es agua, todo es madera. Todo es
verde. Todo es oro. “Nos secamos la nuca, nos secamos la cara”.
Nara
está a menos de una hora de Kyoto. Activamos el Japan Rail Pass de
siete días y el calor no remite. El calor se viene con nosotros o ya
está en Nara. La ciudad no tiene un barrio de geishas o un Gion o
una calle Pontocho. Nara, que fue la primera capital de Japón, tiene
una interminable área donde terminan parques y empiezan bosques
todos poblados de ciervos, de templos, de museos y de gente. Los
ciervos, que ya no son ciervos porque viven como y con los humanos,
han perdido cualquier signo de libertad. De dignidad. Comen en tu
mano y roban lo que pueden. Se dejan tocar, manosear y saltan como un
perrillo faldero en busca de galletas hechas especialmente para
ellos. Como si del retrato social de una comunidad de personas se
tratara, puedes encontrar grupos que viven en los templos menos
visitados, que no entran en contacto con los visitantes, que
prefieren la soledad. Que prefieren vivir como ellos han elegido. Son
los menos, la minoría que existe en cualquier lugar.
En
los parques, en los bosques de Nara, hay muchos rincones para
visitar. Pagodas y construcciones de madera, escaleras de piedra,
senderos desiertos donde perderse. El Daibutsu-den, la mayor
construcción de madera del mundo que un día se tragó uno de los
mayores budas de bronce, es un sitio para perderse pero no en
soledad. La entrada la protegen las estatuas de dos gigantescos
guerreros tan reales como amenazantes. Un verde prado lleva hasta el
pabellón, que a veces abre una enorme ventana superior para mostrar
los ojos del Buda. Dentro, las dimensiones de la figura, de 16metros
de alto y un peso en bronce de 437 toneladas y 130 en oro, sobrecoge.
Nara
tiene galerías comerciales que son calles de la ciudad, al estilo de
Kyoto. Techos abovedados y lámparas que recuerdan mejores tiempos
pasados y un futuro complicado, pero prometedor. Como en el resto del
mundo.
Kinji Nakamura… jajajjaja que gran hombre. Hemos estado hablando un rato con el y nos ha cantado el tractor amarillo.
ResponderEliminarSi, gracias. Un tipo realmente increíble. Da gusto viajar y encontrarte a gente así por el mundo. Un saludo.
ResponderEliminar