Tokyo es a
Japón lo que Nueva York es a Estados Unidos. Pocos elementos tienen
en común las dos ciudades con el resto del territorio donde están
ubicadas. En Tokyo la amabilidad sigue siendo una constante. La
limpieza, a pesar de lo complejo de conservar una urbe de 11 millones
de habitantes mínimamente presentable, se mantiene en un nivel
notable. Si la piedra, la madera y el agua son los ingredientes del
Japón tradicional, el asfalto, el cemento, la imagen y el sonido
dominan la capital del país.
Pasear por una
buena parte de Tokyo supone ser engullido por un enjambre de
pantallas de vídeo gigantes, que escupen ruido a un volumen brutal y
escenas a un ritmo frenético. Del interior de algunos locales salen
voces que parecen de gentes poseídas por el demonio. O de ratas
apaleadas dentro de algún saco. El primer contacto con uno de los
muchos cruces de calles donde el gentío, una iluminación exagerada
y millones de mensajes publicitarios se agolpan de una sola vez en
tus neuronas, es sobrecogedor. La ciudad te devora y te hace sentir
como una tonelada de nada.
La gente luce
por las calles las galas más singulares en el más completo
anonimato. No hay contacto visual con casi nadie, aunque como en el
resto de Japón, nadie duda en ayudarte si se lo solicitas. Un lugar
interesante para observar al personal es el metro. Sin multitudes que
abarroten el vagón y con discreción, una mirada al frente, otra
izquierda y otra a derecha, siempre muestra dos filas de cuellos
agachados mirando una pantalla y dedos tecleando. Algunos también
duermen. Solo nosotros curioseamos.
Salimos el
jueves por la mañana de Takayama. El tren nos lleva hasta Nagoya y
tras una breve parada y un cambio de vía llegamos a la capital más
de cuatro horas después.
El hotel es el
Villa Fontaine de Hatchobori. Cerca de la estación, de Ginza y del
mercado Tsukiji.
Ginza, a dos
paradas de metro, es la quinta avenida de Nueva York con los ojos
rasgados. Las mejores marcas, o las más caras, de cualquier producto
tienen aquí su espacio. Pasear arriba y abajo de Chuo-dori es
descubrir que el precio de los objetos no depende tanto de lo que
vale, sino de que haya gente dispuesto a pagar por ello.
Shibuya tiene
un cruce de peatones que casi todo el mundo ha visto en fotos o
imágenes. Verlo en directo, como
la mayoría de los buenos
espectáculos, no tiene precio. Es difícil encontrar otro lugar del
mundo donde tanta gente pase a tu lado y nadie te mire a la cara.
Ridley Scott se quedó a muchos pasos de distancia con Blade Runner.
Cualquier edifico está saturado de carteles, de pantallas de vídeo,
de anuncios, de publicidad.
Allí se vende todo y a buen precio.
Cuando miras hacia arriba, la altura desde el asfalto hacia el cielo
produce vértigo. Los negocios no solo están a ras de suelo como en
Europa, como en casi todo el mundo. Allí tienes un comercio en cada
planta. Tomas un ascensor del tamaño de un vaso de agua, pulsas
cualquier botón y en cada nivel se abre ante ti un mundo diferente.
Para compensar
la cuota de neón, la estación de metro de Shibuya guarda una
historia de lealtad y relación sincera entre un perro y un hombre.
En los años 20, Hachiko, un akita-uno, acompañaba a su dueño todos
días a la estación donde tomaba el tren que lo llevaba al trabajo.
El amigo siempre aguardaba su regreso. Un día el hombre murió
durante su jornada laboral y no volvió, pero Hachiko lo siguió
esperando hasta su muerte. Una pequeña estatua recuerda un enorme
gesto.
Un buen lugar
para almorzar al día siguiente de llegar a Tokyo es el mercado de
pescados de Tsukiji. Calles estrechas, viejos restaurantes y docenas
de puestos de madera. Dueños cordiales y golosinas de mar. Hay
buenos precios y es difícil elegir, y cualquier reclamo, oferta o
propaganda sirve para atraer a los muchos visitantes que se acercan
al lugar. Olores y colores se pegan al cuerpo y siguen alimentando a
los forasteros durante todo el día.
En el distrito
de Shimo-Kitazawa todo hipster tiene su oportunidad. Vive gente joven
que sigue sus propias modas y sus propias reglas. La mayoría
provienen de familias acomodadas y combinan modas pasadas y nuevas
reglas con un resultado poco original. Todos escuchan música
independiente, ven cine independiente, leen autores independientes y
suelen vivir dependiendo de algún subsidio del gobierno o de sus
padres. En Shimokita hay cafés con terrazas de estilo europeo,
buenas tiendas de ropa segunda mano y también de vinilos. Los
restaurantes suelen estar muy animados y toda la zona está recogida
entre un manojo de calles estrechas y acogedoras. Es un buen lugar
para pasear y, si tu destino o tu voluntad te dice que tienes que
pasar una temporada en Tokyo, una buena elección para vivir.
El metro te
lleva pronto y fácil a cualquier lugar de Tokyo. Se aprovecha cada
minuto de la jornada y, cuando cambias un par de veces de escenario,
parece que haya pasado un día en lugar de unas pocas horas. La calle
Omote-Sando une el Templo Meiji y Aoyama por medio de galerías
comerciales, tiendas de lujo y una hilera de árboles en cada acera.
Omotesando Hills, de Tamao Ando, es una galería con una pantalla
gigante por fachada.
Shinjuku tiene
dos zonas muy diferenciadas. Al oeste están las oficinas del
Gobierno Metropolitano, al este, la vida nocturna de restaurantes,
neones y bares de baja estofa. Todo lo baja que puede ser en Japón,
que es muy poco. La zona es parecida a Shibuya, con mucho burger,
rascacielos y bares en cada planta.
El sábado por
la mañana hay mercadillos callejeros en varias zonas de la ciudad.
En la estación de Hamamatsu-cho se toma el monorail de Tokyo, dos
paradas después, en Oikeibajo, se sale a la izquierda y en tres
minutos se llega a un parking semicubierto con más de 500 puestos de
todo tipo. Coches con los maleteros abiertos (al estilo de los “car
boot sales” británicos), mantas tendidas en el suelo o juegos de
mesas, ofrecen pertenencias de los propios vendedores. Objetos que
nunca se encuentran en galerías comerciales de ninguna parte del
mundo están a la venta por poco dinero. Por muy poco dinero. Menos
de dos euros pagamos por un vinilo de los Cherry Boys, un grupo
japonés de rock'n'roll. Una joya de los sesenta.
El monorail,
de regreso al centro de Tokyo, pasa a escasos metros de las viviendas
de la zona. Un efecto visual hace que, por varias veces, parezca que
el tren se vaya a estrellar contra algún edificio o que algún
vecino te vaya a dar la mano.
El templo Senso-ji acumula demasiada gente, demasiados turistas. Está en el distrito de Asakusa, la parte más tradicional de Tokyo, ahora vulnerada por los souvenirs y los grupos guiados. Hay una zona de restaurantes baratos con terraza donde puedes tomar una cerveza viendo el discurrir del personal. En un país asiático, donde nadie entra en contacto contigo a través de los ojos, es un lujo. Observar sin ser observado. Un cerdo de pequeño tamaño tiraba de la correa de su dueño como cualquier mascota.
Harajuku es la
zona de las “lolitas góticas” o “cosplay”. Se reúnen en
Jingu-Basi, una esquina del parque Yoyogi. Llegamos por la noche y
hay animación por un concierto de varias bandas al otro lado del
puente. Hay puestos de comida, de bebida y corros de chicos y chicas
dejando pasar el tiempo. El día y la noche se juntan y el tiempo se
dilata. No damos más de sí.
El domingo por
la mañana buscamos más restos urbanos en el rastro de Kinshicho. El
mercadillo no es muy interesante, pero en la zona que rodea la
estación de metro hay un festival de jazz que ocupa un parque con
dos escenarios y varios más a lo largo de la avenida principal.
Los
japoneses son buenos imitadores e interpretando jazz no se quedan a
la zaga. Un grupo toca temas de The Blues Brothers, una pareja de
niños da sus primeros pasos en público y una banda de música
adapta temas clásicos. En la avenida los altavoces de una galería
comercial extienden las notas por todo el distrito. Es domingo, la
Sky Tree Tower se eleva al final de una bocacalle, el calor húmedo
no deja respirar y los tokiotas viven la vida fuera de sus pequeños
apartamentos.
Un buen flea
market dominical es como una ducha por la mañana. Si te acostumbras,
no puedes vivir sin él. Buscamos nuestra última oportunidad en el
santuario Yasukuni, cinco minutos a la derecha de la estación
Kundanshita. Es un mercadillo de antigüedades de cierto nivel y a
buenos precios. Está justo antes de la entrada al templo y algún
turista se acerca a husmear. Entre cajas de cartón y papeles
encontramos dos álbumes de fotos con imágenes antiguas. La
contundencia de las fotografías obliga a una mirada rápida que se
clava en la memoria: pelotones de fusilamiento, cuerpos desplomados
cubiertos de plomo amontonados como basura, cuerpos decapitados,
soldados sin vida y un olor diferente a muerte en cada revelado. El
dueño no habla inglés.
Deducimos que pueden ser instantáneas
originales tomadas en la segunda guerra chino-japonesa. Tanto los
ejecutores como los ejecutados tienen rasgos orientales. Una
serpiente de frío recorre nuestra médula espinal. Apartamos con
violencia la vista de una crueldad lejana pero no por ello menos
inquietante. Treinta y cinco mil yenes es el precio por un recuerdo
diferente.
Akihabara es
la zona de la electrónica. Hay galerías con cientos, miles, de
novedades tecnológicas. Decenas de empleados atienden en cada
planta, en cada departamento. Videojuegos, almacenes de memoria,
diminutas pantallas, móviles e infinidad de aparatos que los no
aficionados a esta moda verán por primera vez. Tras la segunda
guerra mundial Akihabara, se convirtió en un mercado negro de
aparatos eléctricos, ahora es el escaparate de los últimos
inventos.
Una calle bajo
una autopista lleva hasta una gran avenida cortada al tráfico los
domingos. Grandes edificios tienen por fachada vallas publicitarias
de videojuegos, de cómic manga, de películas de animación.
Una
buena parte de los bajos están ocupados por locales de pachinko. En
las calles paralelas a la avenida, más estrechas y pobladas de
visitantes, viven docenas de cafés de sirvientas. A las puertas,
adolescentes disfrazadas de diferentes temáticas, reparten hojas de
reclamo para acudir a los cafés. Dentro, según dicen las hojas, las
chicas te hablan con dulzura, te dicen cosas agradables y hay
actuaciones musicales y concursos. Todo es demasiado extravagante
para la cultura occidental y demasiado normal para los jóvenes,
ellos y ellas, de Tokio.
Es la cultura Otaku, que anima a disfrazarse
como los héroes manga.
Como remate a
la excentricidad, un tipo pasea por la calle portando al hombro una
pareja de suricatas.
Japón es un
país de tradiciones orientales muy occidentalizado. También se
podría definir justo al revés. Las ciudades, las calles, los
templos, forman parte de un viaje que enseguida pasa a formar parte
de la vida. Una de las mejores páginas en la vida de quien lo
visita. Japón se hace querer, es muy fácil de llevar y complicado
de abandonar. Una vez que estás allí piensas que es el lugar que
todo el mundo busca para vivir. Si lo acaricias te ofrece una piel
esponjosa y, siempre, la primera sonrisa del amanecer.
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