Munich
son Flohmarkts. Munich es Dachau. Munich es el Hauptbahnhof.
Uno
de los deportes preferidos de los vecinos de Munich es vender sus
propias pertenencias. Las que han conservado durante muchos años de
sus vidas e incluso las heredadas de sus antepasados. También
compran. Y vuelven a vender. Es un especie de pasatiempo y lo tienen
bastante bien organizado. En Daglfing, en un hipódromo de carreras
de caballos con tiro, los fines de semana es una fiesta de baratijas,
ropa y objetos locales. Desde las 6 de la mañana de los sábados y
domingos gente peculiar con interesantes piezas se reúnen para que
otros las vean, toquen y negocien precios. Se puede pasar una jornada
mucho más instructiva sobre la vida bávara que en cualquier museo.
La vida de la gente real, de los trabajadores, no de artistas,
líderes ni gente importante. Y te puedes relacionar con ellos como
lo harías con cualquier vecino de tu casa. Incluso mejor.
Hay
un bar, elemento importante en esta clase de lugares, donde puedes
comerte un bratswurt y beberte una buena cerveza en una jarra
comprada en el mismo mercadillo. Las hay de todos los diseños,
épocas y precios.
La
puerta de entrada a Dachau, la original, que está a pocos metros de
lo que ahora es el centro de visitantes del antiguo campo de
concentración nazi, tiene poco de acogedora. De agradable. “El
trabajo os hará libres” dice en la verja de hierro que te da la
bienvenida. El campo lo creó Himmler y fue el primero y modelo de
muchos otros que vendrían después. Primero fueron activistas
discrepantes con el régimen nacionalsocialista, luego judíos, más
tarde combatientes. En total casi 200.000 personas pasaron por allí.
Unas 40.000 murieron.
El campo, ahora convertido en museo, está
plagado de fotos, de películas y de objetos de aquél entonces. Los
barracones, que fueron derribados, se reconstruyeron posteriormente
para mostrarlos a los visitantes. Es sencillo imaginar un sólo día
de vida allí. Tuvo que ser muy difícil soportarlo. Las imágenes de
la liberación por el ejército aliado, son terribles. Alemania, al
final de la guerra, estaba hundida económicamente. No disponían de
medios ni dinero para enterrar a los muertos. Ni carbón para
quemarlos. Los cadáveres son amasijos de huesos retorcidos en
posturas imposibles. Cráneos y pómulos sin carne. Sólo la piel
protegía a eso que encontraron los primeros que entraron y que no
parecían personas. Una bandera republicana española, al final de un
vídeo, terminando la visita, pone la piel de gallina.
Para
muchos que no tuvieron la suerte de ver aquél día, el intento de
escapada con resultado de muerte, fue la verdadera liberación.
Abandonar el sufrimiento por un futuro anónimo era la mejor de las
opciones.
El
Hauptbahnhof es de esos sitios que te apetece visitar después de
leer en una guía escrita por intelectuales progresistas, que
“estamos ante un barrio decadente y arriesgado”. Allí hay putas,
inmigrantes y currantes que se emborrachan. Es de suponer que es la
decadencia a la que se refiere el tipo que así lo califica. Algún
menda que vive en alguna zona residencial y que solo escribe de
paseos agradables por un centro histórico repleto de cafés, también
muy agradables, y rellenos a su vez de pisaverdes y gente vestida con
mucho gusto. Al menos con ropa muy cara. En el Hauptbahnhof hay gente
interesante, un buen bar con vídeos de boxeo y restaurantes
orientales que te dan bien de comer por poco dinero. Sitios para
sentirse muy bien, al lado de tipos que no gustan a los que escriben
las guías de viaje.
El
Ebro siempre me ha parecido un río de un tamaño considerable.
Especialmente en mi ciudad, Zaragoza, y cuando pasa la frontera
catalana. En la parte de Mora La Nova, donde las industrias lo
intoxican, el río disfruta de buenos valles y juguetea con montañas
que lo cuidan con mimo. Parece que te habla con un aire enfático.
El
Rhin tiene un caudal desmedido, es aristocrático en las formas y te
engaña escondiéndose y mostrándose entre pueblos de casitas de
azúcar y gente sana que viaja en bici. Desde Bingen hasta Coblenza
en un ida y vuelta por estrechas carreteras y paradas en localidades,
castillos, restaurantes y vistosas curvas se puede pasar una jornada
de las de recordar. Sobre todo si, como el que suscribe, se realiza
en buena compañía.
Un
buen concierto de Tito & Tarántula en un club de motoristas te
deja la cabeza con una marea que parece nunca vaya a terminar de
bajar y un trozo de corcho por cara. Fue en Zellhausen, un pequeño
pueblo de Frankfurt am Main, donde la gente bebía y mantenía
modales palaciegos hasta que la bebida se apoderó de los modales.
Los vasos volaron, los recipientes de basura se fugaron y la
ambulancia trabajó a destajo. Hubo un poco de sangre, la normal en
estos casos.
La
noche se quedará mucho tiempo en la memoria.
Colonia
es una ciudad casi mediterránea. No tiene casi nada de la
arquitectura del Munich bávaro, ni de las ciudades que rodean el
Rhin, ni siquiera de su apéndice Bonn, la antigua capital de la
República Federal Alemana. Tampoco comparte sus costumbres. En
Colonia hay mucho indigente, muchos bares y más fiesta que en la
media del resto de Alemania. Como en toda esa parte del país también
hay gente con mucho dinero y buenos coches. De los que solo se ven
por allí.
Nos
volvimos a unir al deporte de los Flohmarkts, costumbre también muy
arraigada en la ciudad
(http://www.koeln.de/koeln/einkaufen/flohmaerkte).
Y al de los discos de vinilo. Un buen lugar para comprar, eso sí a
precios de filón, es Parallel, en la Aachener Strabe, 5. Una de las
tiendas más grandes y con más piezas de sonido analógico que creo
haber visto.
La
catedral de Colonia es tan gótica que cualquiera que nunca hubiera
estudiado ni una sola página de arte en la escuela, sabría
identificarla. Mide casi 160 metros y durante mucho tiempo fue el
edificio más alto del mundo. Es estrecha, alargada, casi quijotesca,
y por la noche las tenues luces que la iluminan contraen ligeramente
el corazón, aceleran el pulso y entrecortan la respiración.
El
Rhin también pasa por Colonia y a sus orillas, en la parte vieja de
la ciudad, sus gentes aprovechan los pocos rayos de sol que les ha
tocado en algún reparto mal hecho.
El
viaje, son quince días que empiezan saliendo desde Barcelona en
algún barco que te deja en Roma. Cuatro días después, se pasa por
Mantova y se duerme en Verona. Luego otra noche en Innsbruck. Dos en
Munich. Fin de semana por el Rhin y fin en Colonia y Bonn. La vuelta,
un día de asfalto, estaciones de servicio y semáforos verdes tras pagar peajes por viajar. Al final, luces. Muchas
luces que no abandonan el pensamiento hasta que poco a poco se van fundiendo con lo que pronto serán recuerdos. Recuerdos que ya nunca se irán.
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