Viajar
es conocer. Viajar es conocerse. Compartir los rostros que no conoces
y los que dejas atrás. Los que volverás a ver. Viajar es conocer a
la persona con quién compartes el viaje, esa a la que nunca llegarás
a conocer del todo. Aunque siempre la descubras un poco más. Y ese
poco de descubrir cada día, que en los viajes es mucho, te regala
inmensos motivos para seguir compartiendo las vidas mutuas. Que al
final solo es una.
Censurar
a las gentes que no viajan o que lo hacen según el plan previsto por
otros que no conocen y acompañadas por otras gentes que tampoco
conocen, es un asunto demasiado manido por los que hacen justo lo
contrario. Que son minoría.
Me
gustaría husmear en las mentes de los que hipotecan una página tan
importante de su vida por compartir durante interminables horas un
asiento de autobús con un niño zampabollos. Los que siguen como
terneros lechales una bandera o un reclamo que un tipo lleva de mala
gana. Los que soportan en posición de letargo los monocordes relatos
de un guía sobre tal o cual ciudad que ya les aburre antes de
conocerla. Y solo desean llegar a la siguiente sabedores de que
también les aburrirá.
Darse
un paseo por Europa en tu propio coche y con la persona que compartes
la vida, tiene tantos riesgos como sacar la basura por la noche en
una zona residencial de alta gama. Planear el garbeo tú mismo es tan
goloso como después recordarlo. Casi tanto como el propio paseo.
Tres
días cargando las baterías de sol en cualquier lengua de arena del
Mediterráneo dan suficiente energía para enfrentar otros quince en
lugares nunca antes vistos.
Una
buena forma de llegar a Roma es tomando un ferry en Barcelona.
Siempre había deseado saludar desde un barco hacia tierra con ese
encanto con el que saluda cualquier familia real de cualquier país
civilizado. Aunque en tierra no tuviera a nadie a quién saludar.
Veinte horas después el ferry te deja a solo una de la capital de
aquél imperio que ya no lo es. Allí la gente habla incluso a un
nivel más alto que en España. Son bastante perdonavidas y los
camareros no ganarían ningún premio a la mejor atención al
cliente. Son tan bastardos como nosotros los españoles y eso los
hace apetecibles. De esos sitios canallas en los que uno se quedaría
a vivir.
Roma
tiene piedras desperdigadas por cualquier lugar. Unas ordenadas y
encajadas hacia arriba y hacia los lados. Otras simplemente tiradas
en parques o calles a modo de muchas cosas. Tiene tantos vestigios de
un pasado, tan extenso como lejano, que es imposible descubrirlos
todos. Tantos como caras para mirarlos. En Agosto Roma está
rebosante de humanidad. Hay gentes de todos los rincones de este
mundo y puede que incluso de otros mundos. Tanta como calor. En
Agosto el asfalto de Roma quema bajo los pies y el sol derrite el
poco seso que los prodigios constructivos dejan al visitante. Hay
obras de arte decorando el menor de los espacios y cuando se pasa
delante de un Dalí, un Picasso o un Monet ya nadie le da
importancia, porque es tal el cúmulo esparcido de belleza que lo
notable parece suficiente. Hay algún paseo, como el de Piazza Navona
a Piazza Espagna pasando por el Panteón y la Fontana de Trevi, en el
que se podría estar durante días y durante años dando vueltas sin
parar y siempre se descubriría algo diferente. Como ocurre con las
personas. Los más glotones también podrían pasar días enteros
comiendo helado de chocolate en el bar San Calisto. En el Trastevere.
Pero
en Roma, como en el resto del mundo, el pasado no solo se encuentra
en museos, casonas o castillos. Llevarte recuerdos de tu paso por la
ciudad evitando la zafiedad de los centros comerciales o tiendas de
souvenirs, es posible en el mercado de Porta Portese. Rastros o Flea
Markets son enormes baúles llenos de memoria olvidada. De gente que
ha desechado objetos o pertenencias que ya no puedes adquirir en los
comercios al uso. Discos, muebles, pasquines de guerra, periódicos
anunciando noticias que hicieron historia. Todo mezclado con puestos
de ropa de saldo, de gafas de marcas tan falsas como un compromiso
electoral, de baratijas que no suelen servir para nada. Entrar en un
mercadillo callejero es entrar en otras vidas. En la historia de
gentes que venden sus propias pertenencias u objetos que
pertenecieron a otros. Que seguirán perdurando aunque sus primeros
dueños ya no estén. Y que pasan de mano en mano continuando una
interminable historia. Incluso traspasando fronteras.
Poco
más de cuatro horas separan Mantova de Roma. Treinta minutos más al
norte se encuentra Verona. Las dos ciudades son cariñosas cuando se
pasea por ellas. Son como un postre dulzón después de un hartazón
de divinidad. Aunque no se haya visitado el Vaticano. Mantova te
acoge a través de sus calles cubiertas por arcos, su plaza amable y
una iglesia rehabilitada con fraternidad popular. No te pide mucho
tiempo para recorrer su centro más histórico, pero te devuelve unas
buenas dosis de sosiego que tampoco harán falta en Verona.
Verona
es una de las ciudades más interesantes de Italia. No es muy grande
y es tranquila. Como en el resto de Italia, no anda escasa de
iglesias y palacios. Puentes que cruzan el río Po y puertas que
antaño defendían la ciudad. Además tiene el Castelvecchio, un
castillo con una interesante rehabilitación setentera. Pero para uno
que gusta de espacios abiertos, las plazas de la ciudad, comunicadas
todas ellas por estrechas calles, son un recorrido que podría servir
de manual sobre cómo organizar una ciudad y que sus habitantes no la
deseen abandonar jamás. Erbe, San Zeno, Signori y Brà semejan
cuatro salones del mejor de los palacios, cuatro plazuelas por donde
pasear como si fuera tu propia casa. El Arena es un Coliseo romano a
escala ligeramente más reducida pero con partes mejor conservadas.
Si se ven los dos, se pueden recomponer en cualquier cabeza como pudo
ser cualquiera de las batallas que allí se libraban. Ahora, el
teatro y la ópera le han ganado terreno a los combates de
gladiadores. El aforo, tan grande como el número de los habitantes
de la ciudad en los tiempos de su construcción.
La
frontera entre Italia y Austria, como casi todas en Europa, está
unida por una autopista que atraviesa los Dolomitas y sus valles y
sus bosques. Pueblos de pocas casas y grandes iglesias salpican el
paisaje que, dos horas después de Verona, lleva hasta Innsbruck.
Cualquier
latino al que se le informara del presupuesto en limpieza del
ayuntamiento de la ciudad, interpretaría que Innsbruck debería de
estar sucia. Los datos suelen obviar referencias que los números no
pueden contener. Por ejemplo, el civismo inculcado a sus habitantes
para con los lugares que no son propios. Los que son de todos. Esos
espacios que, en general, el latino piensa que no son de nadie.
Una
plaza albergaba durante todo el día una especie de feria con casetas
de bebida, comida y productos artesanales. Otra especie de hombre
orquesta animaba la noche con temas populares y otros no tanto. La
gente bebía. Bebía bastante. Y comía. Sobre todo bratswurts. Los
desperdicios no iban al suelo. Ni los vasos, ni los papeles. La
franja de edad de los asistentes era amplia. No todo eran ancianas
educadas en otro tiempo y con otras disciplinas.
El
centro de la capital del Tirol gira sobre el tejado de oro. Si se
empieza a recorrer la ciudad casi siempre se termina en la fachada de
la casa que un tal Maximiliano se construyó para ver los torneos
medievales. La parte vieja tiene abundantes casas construidas en el
medievo y se puede ver en media tarde. Hay un teleférico que te
acerca a sitios desde donde la vista se puede recrear durante largos
minutos. Desde algunas partes del centro también se ve la conocida
pista que alberga los saltos de esquí de año nuevo y que la gente
responsable suele ver al mediodía.
Yo
nunca los he visto.
El
siguiente destino es Munich y será la segunda y última parte del
paseo por Europa.
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