Aragón es una
tierra de espaldas contraídas por el frío en invierno, de figuras
encorvadas que luchan contra el cierzo y rostros escondidos tras
cuellos de abrigos subidos más allá de la boca. Aragón es un
verano de pasos desganados en busca de sombras que no existen, de
bochorno que no refresca la noche y de siestas pasadas por el agua
del sudor. Desde fuera a las gentes de Aragón las definen de trato
fácil, incluso hospitalarias. Los de fuera no adivinan las
distancias de nada que hay entre cada pueblo de Aragón. Los
silencios que se prolongan durante kilómetros de aridez y sequedad.
Zaragoza es un
poco todos esos pueblos de Aragón juntos en una urbe de arquitectura
funcional, gris y setentera. La gente que vive en Zaragoza es
discreta y suele guiar sus pasos pensando en el qué dirán y en el
cómo no llegar a ser ni más ni menos que nadie.
Zaragoza
siempre ha tenido gente que le ha sacado brillo a ese paletismo
militante. En los ochenta hubo bares como el Inter, la Metro, Paradys
y luego En Bruto que cambiaron hábitos y conductas establecidas por
otros bares que impusieron la moda del vaso de tubo y el baile fácil.
Los tipos que pasaban las noches en aquéllos bares, los primeros,
vivieron algo que no se vivió en ciudades incluso más grandes. De
allí salieron grupos, muchos grupos, que fueron la cantera musical
de la ciudad durante mucho tiempo. De Golden Zippers, luego Mas
Birras, hasta Héroes del Silencio. Por allí gambeaban Manolo,
Gonzzo y Paco. Luego, un poco más tarde, se les unió un niño de
nombre Cuti que siempre dijo que quería vivir de la música.
Cuando
escribo, intento huir de Zaragoza buscando espacios lejanos que me
hayan hecho sentir bien.
Desgranando la trama de Estúpidos y Felices
me derrotó un sentimiento de culpa por no dedicar un mínimo espacio
a mi ciudad. A mi tierra. Cuando un personaje de la novela, el
subinspector Domínguez, viaja de Barcelona a Estella busco el
oportunismo y le hago pasar una noche toledana en Zaragoza. En el
2008. Tiene que cenar. En El Tubo, claro, me dije. Por supuesto, El
Limpia. ¿Y luego, qué? Un concierto. Un concierto de rock'n'roll.
La ducha de la mañana siguiente me dio el nombre: Dynamos. El
reencuentro. Un deseo de muchos y de ellos, los Dynamos, no cumplido.
Todavía no sé
si la gente de Zaragoza que se propone sacar los pies del tiesto o la
cabeza del agua, osea triunfar, no lo consigue por una cuestión de
indiferencia foránea o por una envidia local acomodada desde los
tiempos de los tiempos. Ese no ser menos que nadie, pero que tampoco
nadie sea más que yo. Ese quítame un ojo para que a mi vecino le
quites dos, si es que se va a llevar el doble que yo. Los Dynamos lo
intentaron. Cuti, por su cuenta, lo ha intentado. Han recorrido
carreteras, dormido en moteles, pisado escenarios de media España.
En todos reconocidos, en todos felicitados. Excepto raras
excepciones, los halagos y las críticas siempre han estado muy por
encima de los contratos.
En otra ducha,
con la novela terminada, me respondí a una pregunta que todavía no
me había hecho. Estos tíos tienen que volver a tocar juntos. Los
Dynamos son como cuatro viejos osos panda dispuestos a dejarse
querer, aunque tampoco son muy amigos de enternecerse en público.
Una cena, muchas copas y el motor comenzó a arrancar. En un momento
parecía que se gripaba, más por pasiva que por activa, pero una
reunión en el Arena dejó el camino despejado y encarrilado.
Este viernes
17 de mayo se vuelven a reunir para nunca más tocar juntos. Para
algunos será como ver el viejo álbum de fotos de una familia
desconocida mientras buscan tesoros en un mercadillo callejero. Para
otros será recordar unos amigos, una época y una ciudad que nunca
se quedarán atrás, porque el viernes, en La Casa del Loco, todos
estaremos allí. Recordando nuestros viejos tiempos que son tan
buenos como los nuevos. Y los que vendrán y todavía no conocemos.
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